La nueva posición constitucional de los partidos

La nueva posición constitucional de los partidos

Namphi Rodríguez afirma que he cambiado mi posición respecto a la constitucionalidad de las primarias abiertas y que no he “explicado las razones jurídicas que justifiquen un cambio” doctrinario respecto al tema (“Primarias abiertas y elusión constitucional, Listín Diario, 4 de noviembre de 2017). Sin pretender ser ese olvidado gran constitucionalista dominicano Rafael J. Castillo, a quien el senador Gustavo A. Díaz acusó en 1929 de afirmar que la Constitución de 1908 no estaba vigente en las elecciones de 1924, en oposición a lo sostenido en sus sentencias firmadas como presidente de la Suprema Corte de Justicia (SCJ), se me acusa de “haberme puesto en contradicción conmigo mismo”. Al igual que Castillo, afirmo aquí que “desde luego, eso no ha ocurrido” y que, en realidad, no he variado mi criterio, sino que lo que ha cambiado es la posición constitucional de los partidos, tal como es concebida por el Tribunal Constitucional (TC).
En efecto, en el volumen II de mi manual de Derecho Constitucional, sostengo que “la ley no puede obligar a los partidos a ser partidos de masas en lugar de partidos de cuadros ni constreñir a los partidos a celebrar primarias abiertas como requisito para seleccionar sus candidatos a elecciones”. Esto lo afirmo, partiendo del supuesto de que “los partidos son asociaciones privadas que aglutinan y articulan los intereses y cosmovisiones de determinadas clases y grupos sociales”. Es el mismo criterio sostenido por la SCJ en su célebre decisión de 2005, para la que las “disposiciones constitucionales no sólo consagran el principio genérico de la libertad de asociación en materia política, sino que el procedimiento escogido por ellas para el control de la función electoral es el meramente exterior que se caracteriza por la no intervención del Estado en el ámbito del derecho de asociación política de los ciudadanos, el cual conserva su naturaleza privatística originaria, pues la actividad efectuada por ellos (los partidos), si bien se enmarca en el ejercicio de la función pública por ser parte de la función electoral, no por ello adquiere la categoría de función estatal”.
Ahora bien, el TC –cuya jurisprudencia al respecto no había sido dictada a la hora de la última edición del 2012 de mi manual- no comparte ni el criterio mío ni el de la SCJ. En contraposición a la referida sentencia del 2005, para el TC “los partidos políticos son instituciones públicas” (Sentencia TC/0192/15), aunque “de naturaleza no estatal con base asociativa, por lo que deben contar con estructuras democratizadoras que garanticen el derecho de sus militantes a intervenir en la vida interna de la agrupación, a efecto de dar cumplimiento al derecho de participación política” (Sentencia TC/0531/15). Rodríguez quiere minimizar este drástico y dramático cambio jurídico-conceptual del TC, alegando que “es obvio que se trata de un gazapo lingüístico de nuestros magistrados constitucionales, que nunca han querido decir que los partidos son ‘instituciones públicas’, estatales o cuasi-estatales” –al igual que Jaime L. Rodríguez, quien llega al extremo de señalar que se trata de un “error” del TC (“Objeciones constitucionales al carácter obligatorio de las primarias abiertas”, Acento, 29 de octubre de 2017)-, pero lo cierto es que, desde el momento mismo en que el TC afirma que los partidos son instituciones públicas, ya no puede decirse, como lo hace la SCJ en su sentencia de 2005, que el procedimiento escogido por la Constitución “para el control de la función electoral es el meramente exterior que se caracteriza por la no intervención del Estado en el ámbito del derecho de asociación política de los ciudadanos, el cual conserva su naturaleza privatística originaria”. A la luz de esta concepción del TC acerca de la naturaleza jurídico-pública de los partidos, sería constitucionalmente admisible la organización de primarias abiertas, obligatorias, simultáneas y vigiladas por la JCE, pues, si bien los partidos no son órganos estatales, sí son, conforme nuestros jueces constitucionales especializados, “instituciones públicas”, que, por tanto, no pueden ampararse en modo alguno en su inexistente naturaleza privada para obviar una injerencia externa intensa en sus procedimientos internos.
Este giro copernicano operado por el TC en la conceptuación de la naturaleza de los partidos viene a dar cuenta de un fenómeno global y avasallador: el de que, como bien afirma Fernando Flores Giménez, “los partidos, al menos los partidos más relevantes, son en esencia máquinas electorales estatalizadas, por lo que desde esta perspectiva puede decirse que, una vez consolidados en el sistema, su relevancia público-constitucional no solo es indiscutible sino que es total”. Es claro entonces que “la posición constitucional de los partidos ya no es lo que era”, por lo que, más que obstáculos constitucionales, lo que sobran son los “argumentos a favor de una legislación más intensa sobre los partidos”, que contribuya, “con una norma más intervencionista sobre los partidos, a la reubicación que la salud del sistema democrático parece exigirles”, en lugar de “dejarse, como hasta ahora, que sea fundamentalmente a través de la autorregulación que las organizaciones partidarias vayan acomodándose a las exigencias ciudadanas y del sistema”. Es por ello que, tanto en Europa como en América, “puede afirmarse [que] el principio liberal de no intervención en los asuntos internos de los partidos ha perdido fuerza”, propugnándose por “una mayor intervención y control por la ley sobre la creación, organización, financiación y funcionamiento de los partidos políticos”. El hecho de que los partidos políticos sean manifestación de derechos fundamentales, como la asociación, la expresión o la participación política, en nada es óbice para esa regulación intensa de los partidos sino que, muy por el contrario, “es precisamente la relevancia de esos derechos junto a la capacidad de los partidos de corromperlos lo que [la] justifica”.

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