El claroscuro dominicano: La abnegación del espíritu individual es indispensable

El claroscuro dominicano: La abnegación del espíritu individual es indispensable

La conjunción interactiva de estos cuatro factores: espíritu emprendedor de un conglomerado de individuos, autonomía laboral como ideal económico, desigualdad social y un atrofiado orden público, dan lugar a cuatro características de eso que a través del tiempo identifico como dominicano.
Si el predominio del individuo –sobre las instituciones, los valores y las normas que componen el ámbito estatal– es constitutivo del atavismo dominicano como primera de esas características, la segunda aparece en el ámbito económico como claroscuro de su comportamiento.
Ese individuo es descendiente directo del cosechero de tabaco en su minifundio y de los miles de empresarios de talleres y negocios del sector informal de la economía. Ellos, como antes los súbditos de la corona española abandonados a su suerte y dedicados para subsistir al contrabando en el occidente de la isla, dependen primordialmente de su espíritu innovador para obtener el pan nuestro de cada día.
Ese es el lado más claro del ser dominicano. Como tal, contradice el ideológico pesimismo con que se sigue tildando el estilo de vida cotidiano de la población mayoritaria y sus supuestos rasgos de lúdica pereza e irresponsabilidad.
El espíritu empresarial traza una raya de Pizarro en suelo dominicano. Deja atrás de la consabida dependencia que generaron los situados reales y las autoridades coloniales. Desborda la pasividad de peones y jornaleros, se contrapone a las ínfulas de superioridad del amo hatero y de los dueños de las fincas y plantaciones azucareras, antes de enrumbar el futuro en una dirección desconocida hasta entonces.
Aquel espíritu emprendedor induce en la generalidad de la población–en tanto que patrón de comportamiento ideal y así valorado–la autonomía laboral y económica. Pero una autonomía idealizada –por quienes solo dependen de un empleo e ingreso laboral para subsistir– o ya materializada, tal y como fuera el caso de cada productor de tabaco en su conuco y hoy se verifica en el ejemplo de cada uno de esos empresarios al frente de su taller, negocio o industria notablemente del sector informal de las mipyme.
Pero así como en dialéctica de la fuerza proviene la debilidad, de dicha claridad se sigue su propia oscuridad.
En la sociedad dominicana la actividad comercial y el esfuerzo de superación de cada sujeto por sí solo termina prescindiendo de cualquier valoración de institucionalidad y gobernabilidad ajenas al propósito subjetivo de cada actor individual. No hay sistema axiológico o legal que limite el propósito, el interés o la ambición personal. Una vez alcanzada, la independencia exonera al sujeto económico de realizar cualquier sacrificio de lo suyo en aras de un grupo, institución, colectividad o forma de bien común.
En ese estado de cosas se pone en evidencia el lado oscuro, sórdido, del segundo elemento constitutivo del acerbo cultural dominicano. Un simple contrapunteo resulta esclarecedor a este propósito.
En efecto, en Europa la actividad comercial para el mercado no fue lo primero y tampoco lo primordial, pues antes surgió una esfera pública dotada de la debida justificación ideológica y de un consecuente y eficaz poder institucionalizado del Estado que fueron capaces de circunscribir la iniciativa privada de cada cual a cierta normativa conducente al mejor interés de todos.
En suelo dominicano, al revés, la constante ha sido la ausencia de ideologías (políticas y eclesiales) y la correspondiente debilidad institucional del ámbito estatal. Así las cosas, el espíritu e iniciativa empresarial de la población criolla excluida del statu quo dominante fue el que introdujo el país al libre mercado. A ese se llegó como efecto de la iniciativa privada y no de la esfera pública y sus instituciones, autoridades y credos ideológicos. Desde aquel entonces fundacional, promovido por la actividad tabacalera decimonónica, cada actor individual se ha visto forzado a velar por sí y, todos, por nadie en particular.
De ahí se sigue, tanto la preponderancia del sector informal de la economía dominicana en el mercado laboral, como la existencia de poderes fácticos en un estado de cosas donde no se verifica la existencia de un solo gobierno capaz de integrar a los excluidos que operan al margen de la ley y la incapacidad de frenar la progresiva desigualdad entre conciudadanos.
Por consiguiente, ni la diferenciación social de la población ni la impotencia estatal para impedirlo serán superadas por la mera alternancia de textos constitucionales y códigos legales, firma de pactos o reformas institucionales. Falta la voluntad ciudadana.

En efecto, en medio de todos los cambios que transcurren en la República Dominicana queda en suspenso la tarea de rescatar al sujeto humano de su propia condición sórdida y desenfrenada, –“miserable” escribiría Voltaire–, de manera que pueda convivir de hecho y de derecho fraternal y civilizadamente con los demás. Al igual que no se elimina una telaraña sin acabar con la araña que la teje, el desenfreno social no se supera mientras perdure la falta de consecuencias, complicidad e impunidad de cada actor responsable de transgredir las normas legales y éticas que se ha dado todo el cuerpo social.

Es en ese marco de referencia que toma su máxima relevancia el claroscuro dominicano. No hay reproducción social sin el empuje y laboriosidad del individuo, pero tampoco hay hoy día sociedad sin saber qué es el Estado. La abnegación del espíritu individual es indispensable–para que cada sujeto alcance un bien superior—pero es insuficiente a la hora de eliminar el desamparo social y político de cada quien desde tiempos ya inmemorables.

Así, pues, el desafío es complejo. Una solución de tipo escolástica a los problemas cívicos y sociales del conglomerado social apelaría a la moral del autosacrificio individual y al subsiguiente dominio de la razón sobre las pasiones y los intereses mezquinos. Pero, ¿cómo olvidar adrede que las guerras de religión en Europa evidenciaron que ninguna solución sostenible se conseguirá solamente por la vía moral y mientras no se asuma que el ser humano, por naturaleza o al menos por su comportamiento político-religioso, es fundamentalmente apasionado y no razonable? ¿Acaso no fue eso lo que reconocieron los agustinianos y en particular la escuela de Port-Royal con su obsesión por las pasiones?

A mi entender solo hay una forma de superar la encrucijada actual: la no poco escolástica conjunción del auto sacrificio moral de cada quien –en aras de un bien superior– y el sometimiento de todos y de cada uno en particular, al justo imperio de la ley. ¿No es esa la única opción objetiva para redimir la segunda característica constitutiva del código cultural de cuanta realidad sea dominicana?

Sin lugar a dudas, partiendo de la tradición individualista de la que parte el sujeto dominicano, su superación depende de un proceso de educación y de disciplina escolar en función del cual el convencimiento de cada uno coincida, no con una inculcada posición doctrinal, sino con el libre y consciente acuerdo de todos con semejantes principios y valores comunes.

No obstante, descrita como un comportamiento claroscuro en el campo económico, esa segunda característica resulta ser insuperable mientras cada sujeto permanezca desenfrenado y sin límites, librado a su propia ambición y miseria.

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