Filosofía de las antologías literarias

Filosofía de las antologías literarias

Son célebres las polémicas desatadas por las exclusiones como la que generó, en su tiempo, la antología Laurel de poesía hispanoamericana, que en sí misma es digna de una antología de las diatribas -o una historia aparte. Cada país o continente ha sido objeto –y centro- de esas querellas, cuya esencia –o raíz- muchas veces descansa en el narcisismo y el ego de los poetas o narradores excluidos de la gloria, pues piensan que está en juego la eternidad, al creerse que los incluidos irán al paraíso, y los excluidos, al infierno de las letras universales o nacionales. Así de simple –y de complejo- es el espíritu humano. Y de sensible el carácter y la psicología de las personalidades de los escritores y los artistas. “Egos revueltos”, les llama, no sin gracia e ingenio, el periodista español Juan Cruz.
Ha habido antologías que han desembocado en enemistades gratuitas, a menudo irreconciliables, entre el antólogo y los excluidos. Y, a veces, en largas polémicas teóricas, ideológicas, y aun triviales, penosas y personales.
Las antologías siempre serán personales, ya que son la obra de una persona; sin embargo, no deben personalizarse. Ahí descansa la ética del antólogo. Si es una antología histórica, debe ser panorámica, es decir, abarcadora, aunque siempre no debe ser tan abierta como para que esté todo el que ha publicado un libro o ganado un premio. Si es de una generación, movimiento literario, promoción o de una década, desde luego que tiene un método o un punto de vista. En este caso la selección genera menos polémicas. Algunos antólogos se excluyen por razones éticas. Sin embargo, esta autoexclusión puede ser hipócrita. Si el antólogo es a la vez el líder -o teórico- de una generación, el fundador de un movimiento o parte de una poética grupal es un contrasentido que se autocensure. A Octavio Paz no se le ocurrió autoexcluirse de la antología Poesía en Movimiento, ni a Manuel Rueda de su Antología Panorámica de la Poesía Dominicana. Ni a André Breton de la Antología del Surrealismo. ¿Fueron por eso antiéticos? La respuesta, desde luego, ha de ser negativa. Sería injusto que se autoexcluyeran. ¿Qué antología habría sido una Antología de la Poesía Sorprendida editada por Franklin Mieses Burgos, donde este se autoexcluyera? ¿O una de José Mármol de la Generación de los Ochenta? ¿U otra de Juan Bosch del cuento dominicano, donde este maestro del cuento se hubiera autocensurado? De modo que el argumento crítico de la autoexclusión del antólogo es relativo.
Una antología puede estar impulsada por visiones, pero también, por cegueras: miopía o astigmatismo. Hay que descreer de las antologías que nacen con la ínfula del sello académico, con la impronta del rigor científico. Esas pretenden arrojar luz, superar deficiencias, corregir errores u omisiones y llenar vacíos, de las anteriores. Bajo ese alegato se editan y escriben antologías abstrusas que no estimulan a leerlas o usarlas en el aula de clases. Y no necesariamente conquistan lectores. Sus autores son antólogos académicos, con aires doctorales, que incluyen a los históricamente excluidos por las tradiciones antológicas. De ese modo, caen en el rescate obtuso de voces marginales y marginadas o emergentes, con el pretexto de hacer un “acto de justicia crítica”. Muchas veces esa labor de curaduría deja entrever sus costuras. En definitiva, una antología que persiga subsanar exclusiones históricas, cae en el callejón sin salida de inclusiones alegres, personales y antojadizas.
En efecto, toda antología es un ejercicio arbitrario porque siempre será subjetiva, nunca objetiva, por mucho que el antólogo pretenda ser objetivo y científico, ya que toda obra literaria es, por definición, subjetiva. Toda antología siempre es una “antojología”, como decía el poeta Adrián Javier -para decirlo en el habla criolla, y con el condimento del humor. De modo pues, que una antología literaria nunca será científica porque siempre es personal y siempre tendrá el signo de su autor, de la personalidad del antólogo.
Revelaciones y descubrimientos, hallazgos y visiones, cegueras e iluminaciones, las antologías literarias abren surcos de luz y, a la vez, ocultan voces. Excluyen, pero no sepultan; incluyen y rescatan, pero no así desentierran; ocultan, mas no acallan. A menudo, las voces que pretenden silenciar se fortalecen, toman aire de libertad creadora, se proyectan y quedan grabadas en una tradición letrada determinada. Otras emergen del olvido, y algunas salen de las sombras o las catacumbas del anonimato. En cambio, otras, aunque las rescaten antólogos académicos o profesionales, vuelven a desfallecer, destruidas por la estética del tiempo, o por el arte de la ceniza. Así pues, de las antologías como de los antólogos, se ocuparán el olvido y el tiempo, ese “gran escultor”, al decir de Margarite Yourcenar.
Algunos antólogos conquistaron un espacio en la historia de la literatura universal. En cambio, otros han trascendido a la historia no por sus aciertos, sino por cultivar el arte de la infamia. Lo mismo ha acontecido con varios editores, desde el que se negó a editar Cien años de soledad hasta André Gide, cuando tiró al cesto de la basura los manuscritos del primer tomo de La búsqueda del tiempo perdido, de Proust, para luego arrepentirse y pedirle perdón en su lecho de moribundo, cuando aquél era editor de Gallimard.

Algunas antologías poseen falsas autorías, es decir, que detrás de su autor real hay otro autor ficticio -o asesor. Son pues antologías postizas, inauténticas, cuyo autor legítimo escuda su identidad real, su rostro, detrás de la máscara del cinismo. Es quien, ante todo, censura, tacha o sugiere los nombres y los textos que deben ser incluidos para hacerse el gracioso o el gurú, y consumar una vieja venganza o querella. A menos que la antología sea temática, donde no hay muchos riesgos, casi siempre las antologías conllevan estas ambigüedades, desafíos y complejidades. Los antólogos cargan el pecado de la subjetividad autoral -y eso se constituye en una excusa-, de la trampa de la objetividad o, cuando no, de la tentación de la perversidad. Del epitafio de ciertos antólogos, ¡líbrame Dios!

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