Las ciudades del Caribe Aunque la conquista y colonización que dieron inicio a esta ‘frontera imperial’ (denominación con la que tejió Juan Bosch su portentosa narrativa histórica) enlazaron los países atlánticos en un triángulo que va desde Cádiz a Senegal y desde ella a las costas atlánticas de las Indias Occidentales, el mar que lleva el nombre de los aguerridos indígenas caribes (guerreros y ‘antropófagos’, [Colón, 1493), las ciudades principales alternan su ubicación entre mar y océano. La Habana y San Juan son las reinas del Atlántico, mientras que Santo Domingo, Santiago de Cuba y Pointe-Á-Pitre, conforman ciudades que miran hacia el mar interior, nuestro Mediterráneo de flujos, máquinas, piratería y navegación convoyada, como las concebía Antonio Benítez Rojo.

Las ciudades del Caribe Aunque la conquista y colonización  que dieron inicio a esta ‘frontera imperial’ (denominación con la que tejió Juan Bosch su portentosa narrativa histórica) enlazaron los países atlánticos en un triángulo que va desde Cádiz a Senegal y desde ella a las costas atlánticas de las Indias Occidentales, el mar que lleva el nombre de los aguerridos indígenas caribes (guerreros y ‘antropófagos’, [Colón, 1493), las ciudades principales alternan su ubicación entre mar y océano. La Habana y San Juan son las reinas del Atlántico, mientras que Santo Domingo, Santiago de Cuba y Pointe-Á-Pitre, conforman ciudades que miran hacia el mar interior, nuestro Mediterráneo de flujos, máquinas, piratería y navegación convoyada, como las concebía Antonio Benítez Rojo.

Cada ciudad tiene su propia historia. Los hechos que la particularizan. Los tiempos que marcaron sus auges, esplendor, las épocas de ruinas y brillantez. Son ciudades puertos en la espera de un contacto con la metrópolis. Los hilos que las unen quedaron guardando en los infolios del Archivo de Sevilla, en cuya Torre del oro llegaron los caudales guardados por celosos veedores, tesoreros reales, que no dejan de aplicar el quinto real.
Las ciudades del Caribe fueron diseñadas de forma moderna. Con su juego de damero, calles muy bien trazadas. Las atlánticas como La Habana mirando al mar, sin un río que las determine; San Juan tiene una mirada atlántica determinada por una hermosa bahía. Su entrada guardada por el Morro y amurallada por los ingenieros del rey, los italianos Antonelli, tomó la forma de una gran ciudad medieval; sus puertas, la de San Juan, la de Santiago y la Puerta de Tierra y la de San Justo se cerraban a ciertas horas de la tarde mientras sus habitantes oraban otros permanecían en los garitos y en sus mentideros.
Mirando al Caribe, la hermosa Pointe-Á-Pitre no es hispánica sino francesa. Queda frente al mar como buscando la Desiderata aquella que fue la primera tocada por el almirante y sus mil cuatrocientos pasajeros: con el doctor Diego Álvarez Chanca, Las Casas, Boil y tantos otros que abrieron las posibilidades europeas a la utopía americana. Pointe-Á-Pitre con su Gozie en donde sirven la sopa calalú y los europeos actuales encuentran el esparcimiento en una playa tan hermosa como Varadero o como El Cortecito, el lugar donde tuvo su morada Víctor Hugues y donde este instaló la segunda Máquina.
Mirando al sur está Kingston, tan inglesa como llena de historia. La historia de sus orígenes hispánicos, la reconquista inglesa de los vencidos en Santo Domingo, por Bernardino Meneses y los lanceros mulatos; y su historia de tratados, encuentros y desencuentros de los esclavos ‘marrons’, aquellos del palenque, de los evadidos que hicieron comunidades y proyectos alternativos en la fuga: los que a pesar de la esclavitud conquistaron una libertad a todo precio. Jamaica mítica, tierra de Boukman, aquel hombre formidable del Bois Caimán cuyos ecos nos trae Carlos Esteban Deive. Jamaica de ‘aguardientosos’ rones, legada a nosotros a través de los ecos de Ana Lydia Vega y Luis Palés Matos.
Pérdidas entre los folios del cronista, quedan la Leogane, Bayajá y La Yaguana (destruida por los temores a las Biblias protestantes, Pedro Mir, “El gran incendio”); Bayajá fue barrio y fortaleza de San Juan, el más cercano al Morro, hoy guarda el cementerio Santa Magdalena de Pazzi, con sus ilustres muertos (De Diego, Albizu, Rexach Benítez y su Moineaux, Pedro Salinas y Ricardo Alegría), espacio de museos y cultura puertorriqueña. Perdida bajo otras ciudades queda El Guárico, aquella que refiriera Juan Antonio Alix en una de sus décimas del comercio intérlope.
Porque sobre una ciudad, los años, las luchas y las apetencias de los hombres han puesto otra ciudad y otra ciudad; de tal forma que, dentro de una ciudad, hay otra ciudad que contiene infinitas ciudades. Y todas tienen caminos que van a llegar a Roma, y todas son para Marco Polo como su amada Venecia. El Guárico es El Cabo Francés que deslumbró a los cronistas viajeros franceses por su trazado, por su puerto y la abundancia de barcos mercantiles. Es la ciudad que construyó una catedral, donde los hombres escuchaban misa separados por mulatos de los blancos, y los negros que la construyeron esperaban en las afueras para llevar a sus amos blancos en andas o para conducir, ¡oh auriga del tiempo!, sus carrozas hacia sus hermosas plantaciones.
El Cabo Francés, con su calle principal de remembranza española, con su Sociedad científica, sus profesores estadounidenses venidos de Filadelfia, sus periódicos y lugares de juegos, su pulcritud en el análisis del agua, devino Cap Haitien; la que, gracias al deseo de libertad y al fuego, a la química de Makandal, a las astutas políticas de Toussaint, a la intrepidez de Cristóbal pasó, de ser la tierra de los grandes blancos, a solar de los grandes negros. Le Cap y Les Cayes fueron ciudades del norte y del sur, de mulatos la segunda; de negros, la primera…

Un pasado de piratas de la isla de San Cristóbal, de habitantes y “engages”, de Compañías y de conciertos de bucaneros y filibusteros, queda en el fondo de esta ciudad llena de años de ataques españoles, de fuego, de luchas políticas y diplomáticas que fortalecieron los poderes en las fronteras imperiales. Un olor a cuero y carne de vaca jíbara, quedaba entre la costa de un mar azul como los ojos de la novia del Atlántico, a añil, y café, a algodón y a papas asadas en los bucanes, que aún olían cuando el historiador Antonio del Monte y Tejada, burócrata español, desleía los infolios en una vieja hacienda cerca de La Habana para escribir la Historia de Santo Domingo.

En Cabo Haitiano estuvo, en tiempos no tan lejanos, el brillante periodista santiagués, el potentado narrador, boxeador, vanguardista en París, Tomás Hernández Franco. Allí se dedicaba a apaciguar los demonios con el zumo de la caña, quien fundara la mulatez en el poema. Porque Yelidá era hija de El Cabo, de El Guárico, El Cabo Francés y El Cabo haitiano juntos. Era también el Fort Dauphin y el Fort Liberté que Diógenes Valdez trajo en su cuarteto, porque una vez más, alguien escribirá la historia de Yelidá o del mestizaje, un día cualquiera, para darse cuenta otro día que, otros también la reescribieron. Nuestro infinito mar de Atlante toca y une en hilo imaginario La Rochelle de Francia con los puertos de San Juan y La Habana; el de Kingston con el de Senegal, el de Salvador de Bahía o el de Río, o del de Johannesburgo.

Triangulares han sido nuestras raíces, redondo nuestro destino que, como serpiente que se muerde la cola, se va entre los ciclos del cultivo del azúcar, el ascenso y la caída del café entre el pendular del trabajo. Blancos de la tierra, negros cimarrones, mambises, mulatos y negros del servicio, esclavos y amos, lanceros y labradores… todos al mirar en archipiélago mar Caribe, o el azulado Atlántico, han decidido marcharse o quedarse; porque somos islas de mar, y las fronteras están muy cerca… y es muy fácil soñar…

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