DISCURSO DEL MINISTRO DE CULTURA PEDRO VERGES

DISCURSO  DEL MINISTRO  DE CULTURA   PEDRO VERGES

La primera fue la justa incorporación de la Academia Dominicana de la Lengua y la segunda la creación de un comité de preselección que asegurara un mejor y más rápido escrutinio y a la vez facilitara la labor del Jurado, compuesto, como ustedes saben, por la ya mencionada Academia y por los señores rectores de las prestigiosas universidades Autónoma de Santo Domingo, Nacional Pedro Henríquez Ureña, Católica Madre y Maestra, Central del Este, Católica Santo Domingo y el Instituto Tecnológico de Santo Domingo del país.
Creemos de verdad que ambas decisiones, tomadas de común acuerdo entre el Ministerio de Cultura y la Fundación Corripio (nuestra inseparable compañera en la tarea), fueron convenientes y atinadas y que el premio que hoy concedemos ha ganado, con ellas, más objetividad y más firmeza.
Pero el empeño de realizar cada vez mejor esa labor conjunta no termina ahí.
Este año también hemos querido enriquecerla (y nunca mejor dicho), aumentando su dotación, que ha sido duplicada y que, por lo tanto, asciende a la cantidad ya nada desdeñable de dos millones de pesos.
Los que nos movemos en el mundo de la cultura, y más concretamente en el de las letras, sabemos bien que un premio que alcance dicha suma pasa a ser otra cosa. No es que, por eso, aumentemos el prestigio de la obra premiada, que sigue siendo el mismo, pero no cabe duda de que, con eso, la valoramos más.
La generosidad de la Fundación Corripio, en la persona de su presidente, ha querido, además, que esos dos millones se entreguen en la presente edición, lo cual me proporciona una doble alegría, la de decírselo a todos ustedes y la de que el amigo Salvador Gautier sea el primero en cobrarlos.
Dicho eso, conviene que añada lo que todos sabemos, que no hay un prototipo de escritor.
Al margen de corrientes, modas, estilos epocales, ideologías, etcétera, todos los escritores son en cierto modo únicos e incomparables. Lo son, naturalmente, en su manera de concebir las cosas (eso que llamamos la realidad) y también en su forma de expresarlas.
Hay, sin embargo, una trayectoria más o menos idéntica o predecible en casi todos.
El lector tiene una idea bastante aproximada y uniforme de la figura de ese transformador del mundo y espera que se cumpla en la biografía de cada uno de ellos. Es casi, diría yo, una visión biológica de su proceso de nacimiento, crecimiento y muerte que, la verdad sea dicha, no suele variar mucho de uno a otro.
Pero hay escritores que rompen el esquema, que se nos escapan de las manos, sea por su actitud frente a sus propias creaciones, o sea por la particular asincronía del conjunto de ellas con respecto a esa imagen predecible o preconcebida que de su persona se hacen los lectores.
Kafka quería que a su muerte se destruyeran todos sus escritos y, si no llega a ser por su amigo Max Brod, que desoyó el consejo, hoy tendríamos una visión bastante mostrenca de su genio.
Hilde Domin, la poetisa alemana que vivió entre nosotros, que se puso Domin en honor a nuestro país, y que se hizo después tan conocida, la esposa del gran estudioso de nuestro patrimonio, Edwin Walter Palm, escribió su primer poema aquí, en Santo Domingo, siendo ya muy adulta y cuando ni se le ocurría que pudiera servir para ese menester. Me lo contó ella misma, en Berlín, así que doy fe del testimonio.
Italo Svevo recibía clases particulares de un genio, James Joyce, y se sentía en esa extraña categoría intermedia entre un escritor fracasado y un aficionado, hasta que le dio a leer a Joyce uno de sus escritos. Animado por este, que se las sabía todas en el terreno de la literatura, terminó escribiendo La conciencia de Zeno, una de las novelas más importante del siglo XX europeo.
Edouard Dujardin publica una novela mediocre Les lauriers sont coupés, en la que, sin embargo, inventa el “monólogo interior” que se convertiría en una de las técnicas esenciales de la novela del siglo pasado y de este. Y, si no, que se lo pregunten al Joyce ya mencionado. Y así por el estilo.
Iba a incluir en la lista a Rimbaud, cuyo caso resulta tan igualmente extraño y singular, pero mejor no sigo rememorando nombres en este que no puede ser un discurso muy largo.
La lista, en todo caso, me ha venido a la mente por la figura del galardonado de esta noche, el escritor Salvador Gautier, que es, no cabe duda, un raro. Digo raro, que conste, en el sentido literario del término, no en ningún otro. ¿O no lo es quien, a lo largo de más de seis décadas, nos lleva a creer que estamos frente a uno de nuestros mejores arquitectos y de pronto se interna en el complejo mundo de la narrativa con nada menos que una tetralogía compuesta por las novelas El atrevimiento, Pormenores del exilio, La convergencia y Monte adentro?
Coincidirán ustedes con quien ahora les habla que, a la edad de 63 años, no suele comenzarse una carrera literaria, y el ejemplo de Salvador Gautier llama por eso la atención y hasta diría que despierta nuestra curiosidad. Se lo dice a ustedes quien, en su momento, asistió sorprendido a la contemplación, casi digo descubrimiento, de los cuatro manuscritos o borradores, aun sin publicar, de dichas novelas, debidamente colocados, para no sé qué concurso, en una caja de cartón.
De eso hace ya muchos años, casi veinte, más de veinte, y desde entonces, para nuestra sorpresa y regocijo, Salvador Gautier, el buen amigo Doy, ha tenido el coraje de demostrarnos que no se trataba ni de un golpe de suerte ni de un desahogo producto del recuerdo y la experiencia.
Muy en la línea del recuento de episodios históricos con los que algunos escritores (Palma, Galdós, Penson) han pretendido recuperar los capítulos más significativos de una época, o de todas las épocas, Salvador Gautier ha emprendido un camino en el que todavía se halla y que ha ido dando productos cada vez más acabados, como Dimensionando a Dios, sobre Juan Pablo Duarte, y Serenata, sobre la familia de Pedro Henríquez Ureña.
Tales esfuerzos se ven hoy compensados por este Premio Nacional de Literatura, que se suma a galardones anteriores y con el que el jurado ha querido reconocer no solo sus bien ganados méritos, sino también su ejemplo de infatigable trabajador y de ser humano bondadoso, solidario y defensor de las mejores causas de la nación.
Exaltemos, pues, la rareza, la singularidad, la calidad literaria de nuestro Salvador Gautier, con el deseo y la esperanza de que podamos seguir beneficiándonos de su sabiduría y su dominio artístico.
Muchas gracias.

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