ENCENDIÓ LA PRADERA

ENCENDIÓ LA PRADERA

El contexto histórico.- El equilibrio geopolítico internacional imperante desde finales de la Segunda Guerra mundial, impuesto por la bipolaridad de los bloques hegemónicos del Este europeo y Occidente, fue abrupta y definitivamente roto por el triunfo de la Revolución Cubana en 1959. El establecimiento de una sociedad comunista a 150 millas de las costas de Miami, iría obviamente a causar estremecimientos apocalípticos en la cosmovisión occidental, como por ejemplo, un desbalance inesperado en el contexto de la correlación de fuerzas mundiales.

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Como toda acción genera una reacción, la del imperio del norte no se haría esperar, especialmente cuando se trataba de un hecho que incidía notablemente en un ámbito estratégico tan sensible al acontecer cubano, como era Latinoamérica, su área de influencia por excelencia, tan ávida de justicia social como la evocada Antilla Mayor. Los estrategas norteamericanos tenían razón. La historia contemporánea del Nuevo Mundo, desde mediados de la centuria pasada, se definiría en este escenario, por dos etapas fundamentales: la de antes y después de la Revolución Cubana.
Porque desde entonces todos los estamentos económicos, sociales y políticos del continente y más allá incluyendo sus manifestaciones superestructurales, como las culturales, religiosas, etc., estarían tan sacudidas por los espasmos ideológicos del socialismo insular cubano, cual esbeltas palmeras mecidas sin piedad, por los vientos huracanados del litoral atlántico.
Los nuevos lineamientos de la política exterior diseñados por los EUA para contrarrestar aquellos movimientos telúricos tan nefastos a sus intereses irían en varias direcciones. Una de ellas ocurriría en el campo económico, en el marco del cual se pondrían en ejecución mecanismos especiales de la cooperación internacional, como por ej., las llamadas ¨ayudas”, como la conocida Alianza para el Progreso, las de la Agencia para el Desarrollo Internacional (AID), la del Programa para la Cuenca del Caribe, etc. Con estos proyectos el imperio trataría de neutralizar el descontento que reinaba en las antiguas posesiones ibéricas en América, desde los albores de la colonización, con la implantación de la política monopolista española, en 1503.
Tema que analizamos en varios libros de nuestra autoría, específicamente en el titulado ¨La Política Internacional Europea y sus Efectos en Isla de Santo Domingo, Siglos XVI- XIX¨, en el que demostramos, que con semejante diplomacia, la metrópoli hispánica no solo propició la división política de dicha posesión, sino también el subdesarrollo de Latinoamérica, porque con la misma le impedía a las clases medias de las colonias, el ejercicio del comercio, con cualquier nación que no fuera la propia España, hecho que tendría importantes consecuencias en el contexto político, como por ej.: la de ir nutriendo el espíritu combativo que desde la Revolución Francesa alimentaba la conciencia libertaria de las pequeñas burguesías latinoamericanas, frenadas en su desarrollo histórico, por las referidas barreras comerciales, que secularmente le impusieron la dominación colonial y sus aliadas naturales, las oligarquías criollas.
Fue bajo tales premisas políticas, que dichos sectores medios iniciaron los procesos de independencia que estremecieron desde principios del siglo XIX la cosmovisión latinoamericana, muy especialmente y en primer lugar, en nuestra citada isla, aunque dentro de las variantes que asumió la evolución histórica de las dos comunidades que la comparten desde centurias anteriores, a la antes señalada.
Por ejemplo, la revolución haitiana tuvo motivaciones anticoloniales diferentes a la nombrada política monopolista, porque la metrópoli francesa no la practicaba, sino otra peor: la del sistema esclavista, basado en la sobreexplotación de los recursos humanos y materiales del país antillano. Por tanto, el movimiento independentista del 1822 al 1844, emprendido por los pobladores dominicanos de la parte este de la isla, entonces bajo el dominio colonial de Haití, no tendría como objetivo supremo la libertad de comercio, sino el de la independencia política, por lo expuesto anteriormente en el sentido de que para la época, ni el vecino invasor, ni la antigua metrópoli francesa, practicaban dicho monopolio.
Por tanto, nuestra epopeya emancipadora tuvo en este contexto una connotación muy especial, diferente a la del resto del continente, ya que Duarte, su líder y compañeros, se vieron precisados a hacer de la idea separatista la premisa fundamental de la independencia nacional. Estrategia que era la única que podía contraponerse a la otra, aquella unificadora, con la que Haití y sus aliados imperialistas, en función de sus intereses, han tratado en términos hegemonicos de resolver, desde inicios del siglo XIX, la coexistencia singular de dos países, de dos pueblos diferentes, en un solo territorio. Es sobre el andamiaje de esta pretensión secular que se ha incubado esa lógica de enfrentamiento, que ha viciado las relaciones entre las dos naciones y los dos Estados.

Desafío de siglos, que junto a otros que en el marco neocolonial hemos enfrentado, les han chupado gran parte de las energías vitales del país, impidiendo la ejecución de propósitos positivos, tanto en el ámbito interno como externo, especialmente en el último caso, referente al insular; que precisa del diseño de una agenda binacional pensada en el desarrollo. Mientras que en el primero, tal como reza el Programa Mínimo de los expedicionarios de Junio, luego de derribar la dictadura trujillista, se implementaría un Proyecto de Liberación Nacional, coherente con la referida coyuntura internacional. Aquella que plantea la instalación de la justicia social, sobre las ruinas de las viejas estructuras productivas coloniales, basadas en el monocultivo, por las de la diversificación, esa que pasa por la manufactura capitalista, vía la industrialización.

Sin embargo, en virtud de que ese proyecto, ayer como hoy contraría la estrategia de dominación del orden internacional vigente, aparte de las “ayudas” arriba analizadas, agregaron, en este contexto de sumisión, otras menos sutiles, pero con efectos inmediatos y contundentes. La llamada democratización de los regímenes de fuerza que desde finales del siglo XIX, habían impuesto su impronta en nuestro hemisferio, sería una de las preferidas, bajo el entendido que el mantenimiento por décadas del déspota Fulgencio Batista en Cuba, había sido caldo de cultivo de la reseñada Revolución.

De ahí es que se inicia el proceso de derrocamiento de los dictadores latinoamericanos, que hasta ese momento habían jugado un rol determinante en el mantenimiento del mencionado esquema de dominación de la potencia hegemónica, en el marco de la ¨Guerra Fría, basado en el anticomunismo. A su nombre, los tiranos de turno- como Trujillo aquí en RD- convertían a sus opositores, en víctimas de una feroz represión que terminaba en la cárcel, el destierro o asesinato, seguido del despojo y acaparamiento de su patrimonio privado -como sucedió con el público- unido al avasallamiento y degradación de instituciones, personas y familias, etc.

Factores entre otros, determinantes de la irritación popular, tal los procesos de rebeldía, individuales y colectivos, entre estos últimos, los referidos movimientos de liberación nacional, inspirados en la Revolución cubana, con sus anheladas perspectivas reivindicadoras. Fue en este contexto inesperadamente sublevado, que se produce la expedición del 14 de junio de 1959, a nuestro país, integrada por destacados miembros del exilio dominicano, acompañados en función de la solidaridad internacional, de luchadores procedentes de naciones amigas, lo cual será tema central de la próxima entrega.
marelmunoz@hotmail.com

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