Otras falacias imborrables

Otras falacias imborrables

El derecho a réplica tenía efecto. Difama que algo queda, empero, la voz de la persona ofendida facilitaba el cotejo de versiones, la enmienda, en ocasiones inoportuna, pero enmienda al fin. Había debate de ideas encontradas. El despertar dominicano presenció el irrepetible duelo entre Juan Bosch y Láutico García. El trajín de la infamia que expuso vidas y honras tras la firma apócrifa del Foro Público, se reeditó en los inicios de la democracia dominicana. Tanto, que previo al golpe de Estado, una legión de periodistas mercenarios decidió esparcir veneno cotidiano con consecuencias devastadoras. Motes, imputaciones falaces, quedaron para siempre. Con sorna y sin ella, durante décadas repitieron autorías de crímenes que jamás se cometieron, filiaciones espurias, traiciones. Los agredidos y sus allegados, reaccionaban, pero llegaba tarde el desmentido, aunque subsanara algo. Debatir, rebatir, permitía el despliegue de talento. En periódicos y revistas está la constancia de aquellos sabrosos alardes intelectuales. El insulto no era botella lanzada al mar, sino que provocaba respuestas con ferocidad inusitada. Después, el desfile de descalificaciones, las sentencias sin juicios, con contundencia y aceptación entre la cáfila consumidora de desechos. Reinaron los Torquemada, dioses de barro, vociferantes, erigidos en censores públicos, con su tizne de moralina, capaces de destruir para satisfacer una fugaz apetencia. Aquellos profesionales de la infamia, actuaban con una adelantada perspectiva de género porque nadie estaba a salvo. Las mujeres caían despedazadas cuando la tromba del rencor decidía demolerlas. La era de lo políticamente correcto redujo el muestrario de inquina. Es difícil exponer las veleidades íntimas, las opciones personales, como demérito, aunque el odio se las ingenia para dejar entrever las conductas impropias de las personas agredidas.
Y entonces vino el mundo virtual. La mampara para la cobardía que no cesa. Ya no hay que alquilar un espacio en las emisoras de radio y tv, ni publicar un comunicado con las acusaciones falsas. En un instante y con escuetas frases puede sepultarse un historial. La exclusividad se ha perdido, la democratización del insulto se impuso. Es la mitomanía reivindicada, con secuela imperecedera. José Rafael Lantigua, en el artículo comentado la semana pasada, en esta columna, cuando refiere el impacto malevo de las redes sociales escribe: “…los powerusers tienen siempre activadas sus ociosas presencias a través del imprescindible móvil. Y en esa marejada donde la condición humana obliga a una nueva tasación de los expertos para poder reconocer sus reales cualidades y deterioros, estamos obligados a diseñar una estructura mental, que tal vez antes no previmos, que nos ayude a diferenciar la verdad de la engañifa, la nota cierta del bulo.”
Otrora, se tenían clasificados los difamadores por antonomasia, también el relevo que ahora, en nombre de la ética, condena y exculpa. El anonimato que permiten las redes, impide la identificación, encubre las autorías. Puedes estar frente al creador de la incriminación sin sospecharlo. Todas las fobias caben en un tuit, todos los prejuicios se convierten en diversión. Por eso, el ocio sedicioso no soporta que en medio del rumor que cuestiona la validez de un concurso para escoger representantes del Ministerio Público, aparezca un fiscal limpiabotas que logró la excelencia y una fiscal que comenzó hace 19 años su carrera hasta merecer, luego de la evaluación prevista, su promoción. Inventaron genealogía. El color de la piel es la prueba, como la evidencia de la circuncisión para saber si se cumple la Tora. Es excusa para ir más allá de la ciudadana cuestionada. Usaron de manera inapropiada la imagen de Marleni Guante Barona y difundieron el embuste. Fue desnacionalizada. No hubo indagación ni interés para descubrir su óptimo desempeño. La barahúnda que produjo el concurso debía continuar y la fiscal de Hato Mayor sirve para mantener la bulla. La excelsitud cívica que quiere un país mejor, gracias al tuiteo avieso, decidió desdorar una trayectoria. Y de nuevo otra manifestación de la irresponsabilidad despiadada, de la temeridad innominada. La clandestinidad cómplice que permiten las redes. Otra falacia imborrable.

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