La peor desgracia: autoridades incrédulas y ateas

La peor desgracia: autoridades incrédulas y ateas

Probablemente lo peor que le puede ocurrir a una nación es que sus autoridades, alcaides, legisladores, ministros o presidentes, sean incrédulos o indiferentes en cuanto a las verdades reveladas. Acaso porque, si se trata de ateos, estos no le dan ni siquiera probabilidad de “colita” a que Dios exista y tenga planes para individuos y naciones.

“Por tanto, gobernantes, escuchen, préstenme atención: Tan cierto como que yo vivo – afirma el Señor omnipotente: Ustedes debían cuidar de mi pueblo, (…) pero se cuidan a sí mismos. Por eso mi pueblo ha sufrido a manos de ladrones y de gente cruel”. (Ezequiel 34:7-8 (NVI).

Desde luego, nadie va a decir quienes nos gobiernan sean personas ajenas a los Mandamientos de Dios, ya en cuanto moral personal, pública o de gobierno.
La mayoría de ellos provienen de hogares creyentes, o de creyentes a su manera, porque estas democracias nuestras (¿) nos han dado permiso para hacer de nuestras ideas y conductas, lo que se nos venga en gana.

“Mi cuerpo es mío, mi vida es mía”, es para muchos el mandamiento único de su pensamiento y acción. En público dicen una cosa, pero pareciera que en privado, en sus negocios y asuntos políticos, hacen otra cosa.

Pero no es tan solo su cuerpo y su vida los que dicen son suyos. Suyos son los cargos públicos y los fondos del erario. Y los dineros y las propiedades del Estado, y el bienestar y las vidas de sus conciudadanos.

Su compromiso con los planes de Dios, o con un proyecto de nación, prácticamente no existen. Ni siquiera se puede decir que algún problema nacional ha sido atacado con decisión de resolverlo, salvo recientes excepciones. La misericordia y el amor son un tema lejano, un asunto de cócteles de beneficencia, y de canastas de campaña o de fin de año.

Son incapaces de liderar a sus gentes, y no saben que el fallo de ellos y de la sociedad a la que han sido llamados a conducir, consiste en que no buscan acomodarse al Plan de Dios; no conocen el camino del Señor ni sus ordenanzas. “Mi pueblo sufre por falta de conocimiento” (Oseas, 4:6).

El pueblo, por su parte también está moralmente enfermo, embrollado en un paganismo de santería y medallitas. En una religiosidad acomodaticia, que también se aleja de los estatutos y planes revelados. “Si se humillare mi pueblo, sobre el cual mi nombre es invocado, y oraren, y buscaren mi rostro, y se convirtieren de sus malos caminos; entonces yo oiré desde los cielos, y perdonaré sus pecados, y sanaré su tierra” (2 Crónicas 7:14).
La Palabra de Dios nos manda a orar por nuestras autoridades y por las personas que están en posiciones de eminencia. No quiere decir que no tengamos sentido crítico, pero nos prohíbe maldecirlos, o inventarles falsos testimonios.

Ellos están ahí con permiso de Dios. Pero la cuenta que tendrán que rendir será siempre más larga y detallada que la de los mortales comunes.

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