Agonía sin esperanza

Agonía sin esperanza

La enfermedad y la salud, lo mismo que la tristeza y la alegría, son puertas por las que entran y salen hombres y mujeres de todas las edades. Entrar y salir por ellas es una experiencia que nos enriquece emocionalmente. La vida entera de los individuos es un perpetuo tránsito entre la desilusión y la esperanza. Sin embargo, en nuestro tiempo esa pendulación inexorable es más frecuente y violenta que nunca. Las alzas y bajas –sociales, económicas, políticas– arrollan los habitantes de las ciudades de medio mundo. Crisis monetarias, trastornos sociales, guerras intestinas, llenan de angustiosas noticias los periódicos. Confusión e incertidumbre son notaciones universales.

La vida urbana, asiento tradicional de los adelantos técnicos, de los inventos de la ciencia aplicada, de la innovación artística, es también ámbito del crimen organizado, teatro de los grandes fraudes financieros. La policía, los tribunales, los partidos políticos, han fracasado estrepitosamente en la tarea de dar esperanzas a los ciudadanos. No hay ideología que resista el continuo abuso de dirigentes políticos malversadores de fondos públicos y privados. Los hombres de hoy ya no escuchan las prédicas de líderes y publicistas. Desconfían de hermosas palabras que se vuelven humo y paja al día siguiente de ser pronunciadas. El descreimiento y la desilusión paralizan cualquier iniciativa para corregir problemas colectivos.

Las personas mayores carecen de energía para enfrentar problemas gigantescos como son los de hoy; su principal preocupación es el mantenimiento de pensiones y jubilaciones con “algún poder adquisitivo”, que la seguridad social no reduzca los servicios médicos a los enfermos crónicos. Muchos jóvenes de las ciudades se dedican a “disfrutar de sus vidas”, buscan rápido enriquecimiento en profesiones de servicio. Otros terminan estragados por el consumo de drogas. Jóvenes y viejos no se “dejan llevar” por discursos políticos.

Las puertas de la desilusión y de la esperanza ya no son las puertas de vaivén del pasado; ahora operan como los puentes levadizos; nos impiden el paso imperativamente. El asfalto y el cemento de las ciudades reclaman nuevos “poemas elegíacos” y visiones teóricas. No es que “la bañista de la Coca-cola” sustituya a la “La maja desnuda”; ni que las palomas huelan a gasolina, como en los versos de Bernardo Clariana.

 

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