Aporte. (RE)PENSAR LA CRÍTICA

Aporte. (RE)PENSAR LA CRÍTICA

Pensar la crítica de arte hoy es pensar una actividad teórica y práctica con una dimensión social. Siendo muchas cosas, la crítica es sobre todo una institución de ejercicio del criterio. Como ejercicio se instituye y se constituye desde una cultura y una sociedadcon sus valores estéticos propios. Una de sus implicaciones es la llamada crítica institucional.

La idea de una “crítica institucional” surgió a principios de los años setenta del siglo pasado como uno de los derivados del arte conceptual. Vinculada a la práctica de artistas contemporáneos como la escultora norteamericana Lynda Benglis y el instalador alemán Hans Haacke, se difundió en publicaciones como la revista Artforum. En esa revista, en 1974, Benglis apareció en una ya famosa y controversial foto con un pene de plástico, desnuda, con gafas y en actitud abiertamente provocativa y desafiante. La foto causó revuelo en su tiempo, fue tachada de vulgar y considerada como ataque radical a lo masculino.

La piedra de escándalo no era nueva. Recordemos que hace un siglo la crítica conservadora tachaba como “vulgares” y “escandalosas” las obras que se hacían en tiempos de los dadaístas y los surrealistas, y, un poco más atrás, de los fauvistas y los impresionistas. Este antecedente es una constante a lo largo de la historia del arte moderno. Revela la incomprensión universal de críticos y detractores hacia los fenómenos artísticos emergentes.

La noción de “crítica institucional” señala una relación directa entre un método y un objeto. El método es la crítica; el objeto, la institución artística o cultural: el museo, la galería, el centro de arte, la colección (pública o privada). En realidad, su objeto desborda estos espacios tradicionales y apunta más allá, hacia todo un complejo conjunto de relaciones e interrelaciones con el mundo económico, político y social, y aun con los poderes fácticos (la prensa, la publicidad corporativa). Así, por ejemplo, la relación singular entre el arte y el desarrollo del capitalismo tardío, la relación entre la economía del arte y la burbuja inmobiliaria (acontecimiento que explotó en el año 2008 y desató toda una crisis financiera global), la crítica de la especulación inmobiliaria y sus efectos en el empobrecimiento de la población urbana en grandes ciudades del mundo, y, vinculado a ellas también, la relación entre el mercado del arte y la llamada burbuja cultural. El museo suele ser el objeto privilegiado, aunque no exclusivo, de la crítica institucional.

Me pregunto si esta provocadora noción no será una contradictio in adjecto, cuando no un término equívoco. Gertrude Stein, al enterarse de la apertura del Museo de Arte Moderno de Nueva York (MOMA), exclamó: “¿Un museo de arte moderno? ¿No es eso una contradicción en los términos?”. Porque se piensa en un museo como un archivo histórico y cultural de antigüedades, no una colección de objetos de una modernidad aún en debate. De ahí la pregunta azorada de la Stein. Lo mismo me pregunto, con Estrella de Diego: ¿si es realmente “crítica”, puede ser también “institucional”?

La crítica de arte no es sólo un ejercicio valorativo de determinados objetos estéticos llamados obras de arte. Es, sobre todo, una institución cultural con una responsabilidad y una función social. Ahora bien, ¿la institución es en verdad “crítica” o sólo es operativa, funcional? Pero, ¿qué es lo institucional en sí? ¿No es acaso la afirmación del funcionamiento de un orden y la negación implícita de toda posibilidad de crítica a la institución que forma parte del sistema, del orden establecido? En todo caso, ¿cuál es su vínculo con la crítica cultural en sentido amplio? ¿Es sólo un momento, una instancia de ella? ¿Qué es, a fin de cuentas, la crítica institucional: crítica a la institución o crítica desde la institución? Pero he aquí que ella misma es una institución. Vuelta entonces al punto de origen. ¿Sería, pues, una crítica a sí misma, una autocrítica? ¿O tal vez una crítica al sistema?

Desde su aparición, las vanguardias del siglo XX asumieron la crítica al sistema, considerada necesaria y esencial. Elástico y flexible, el sistema puede volver a su favor la crítica más incisiva y virulenta. El sistema es un boxeador muy bien entrenado: sabe encajar los golpes recibidos y devolverlos con mayor fuerza y contundencia. Voraz y manipulador, es capaz de asimilar cualquier crítica, ataque o subversión. Tal es su poder de recuperación. Para decirlo con Estrella de Diego: convierte en pura pantomima el gesto más combativo y provocador.

La institución es el sistema, o, al menos, pieza integral del sistema.¿La crítica institucional puede ser una crítica eficaz del sistema de poder? ¿Puede ser ella radical y subversiva? ¿Es posible hoy, después de todo lo que se ha visto y oído, mostrado, representado e instalado, después de tantos ismos que vienen y van, de tantos gestos de ruptura vanguardistas, incluso de los más ruidosos y furiosos, de los más banales, subvertir a la institución? ¿Es posible subvertir las estrategias de poder formando parte del poder mismo? ¿Y cómo? ¿Y qué significa exactamente subvertir a la institución? ¿Des-institucionalizarla? ¿Y por qué hacerlo si la propia institucionalización del arte y la cultura ha sido una conquista democrática que ha costado tanto esfuerzo y lucha? ¿Acabar con los museos, galerías y centros de arte? (¡Pero entonces se acabarían también los premios de concursos y bienales!). ¿El arte fuera de las instituciones artísticas y culturales? Pero parece ser que el arte y la cultura sólo pueden prosperar desde tales instituciones. ¿Y entonces? ¿A dónde, pues, conducen hoy los discursos artísticos de la “resistencia”?

¿Es posible hacer crítica institucional desde la institución misma, desde el museo, por ejemplo? Al exhibir y conservar, el museo protege a la obra y al artista para la actualidad y la posteridad, a la vez que los domestica. Se considera al museo una institución del pasado. Y es cierto, pero aclaro: del pasado-presente vivo.

Hoy todo lo que se expone en un museo falsamente acaba por convertirse en obra de arte, al menos en apariencia. Todo acaba siendo parte de esa lógica institucional, aun la obra más escandalosa. La entrada de una obra a un museo, no importa cuán trascendente o banal ella sea, termina al parecer por “institucionalizarla”, por desactivarla y neutralizarla, haciéndola formar parte del sistema y su lógica implacable.

Pero no hay que culpar al viejo Marcel Duchamp y su ready-made. La fórmula de Duchamp a principios del siglo XX era: todo lo que se expone en un museo se convierte en obra de arte. Al tomar un urinario y llevarlo a un museo, hacia 1917, provocó y escandalizó a la sociedad y la crítica de su tiempo. “Pero, ¿y esto es arte?”, se preguntaban. En realidad, lo que hizo fue demostrar una sola cosa:que al tomar un objeto cotidiano y colocarlo en un museo, el objeto se eleva automáticamente a la categoría de arte, de objeto de arte. Colocó insólitos objetos cotidianos (un urinario, una rueda de bicicleta sobre un taburete de madera) en un espacio nuevo para subrayar una idea esencial: que el arte guarda una mayor y más íntima relación con las ideas que con las cosas. Así, logró que el espectador se cuestionara su propia racionalidad y el modo en que percibía los objetos que le rodeaban. Un urinario en un baño público es un objeto funcional común y corriente. Se halla y funciona en el espacio que le es propio. Pero sacado de allí yexpuesto en un espacio diferente e “impropio” como lo es un museo pasa a ser otra cosa: una “obra de arte”. Adquiere un valor simbólico. Aunque sigue siendo un artefacto, un objeto de diseño artesanal o industrial, el contexto le presta un carácter y un valor nuevos y distintos.

Pero, ¿de qué hablamos en esencia? ¿De una obra de arte o de un artefacto o artículo de consumo cualquiera? Duchamp era un provocador genial y un gran burlón. Vino, vio y burló. Se burló de su tiempo y le tomó el pelo a todo el mundo: autor, público y crítica. Pero repetir o copiar vulgarmente hoy, casi un siglo después, el gesto duchampiano del ready-made no sólo no tiene nada de original, sino que también delata una imitación servil y burda de gestos que en su momento fueron significativos y transgresores, pero que hoy ya no significan ni transgreden nada, salvo el sentido común.

El museo funciona con su propia lógica inmanente. Impone sus preferencias estéticas y sus modas teóricas. Auxiliados por funcionarios, críticos, curadores y jurados, imponen sus gustos por ciertos géneros. En sus decisiones institucionales se suelen mezclar intereses de grupos con prejuicios y arbitrariedades. En muchos casos parecen ser abanderados de tendencias del arte contemporáneo. En el caso nuestro, hay una marcada y cuestionable tendencia a privilegiar arbitrariamente determinadas prácticas artísticas (la instalación, la performance y el videoarte) en detrimento de los géneros tradicionales (la pintura, el dibujo, la escultura). Los nuevos bienalistas dominicanos están locos por entrar en el museo y ver sus obras premiadas expuestas allí, mientras puristas y radicales desdeñan la institución.

Entrar al museo significa entrar en la historia. La entrada de la obra supone su consagración definitiva, pero sólo tras someterse al escrutinio de generaciones enteras y pasar la prueba del tiempo. Entrar en la institución equivale también a entrar en la lógica del sistema, y esta lógica obedece a su propia necesidad de reproducción. Por naturaleza, no admite protesta, ni rebeldía, ni subversión.Y cuando parece admitirlas, a regañadientes, en realidad sólo las asimila para revertirlas a su favor. Y cuando se apropia de las obras y su valor simbólico para legitimarse, intenta despojarlas de su contenido crítico y su poder subversivo.

Y, sin embargo, el museo sigue acogiendo hoy obras rabiosamente protestatarias, rebeldes y subversivas. Para muestra dos botones de crítica institucional, uno de aquí y otro de allá: la exposición antológica “Silvano Lora, un arte combatiente”, en la Galería Nacional de Bellas Artes; la exposición “Castillos en el aire”, de Hans Haacke,en el Museo Reina Sofía de Madrid. Así pues, el museo no es sólo la institución que exhibe, protege y conserva. Ese formidable espacio de la memoria visual puede ser también estímulo y fuente de inspiración permanente para el ejercicio de la libertad creadora.

(Re)pensar la crítica de arte hoy supone también pensar de nuevo la relación entre crítica cultural y crítica institucional. Si no quiere enajenarse por completo, encerrándose en sí misma, la institución debe democratizarse, abrirse a lo nuevo y emergente, lo alternativo, lo no oficial; abrirse incluso a los signos de la calle, al arte público. Porque el verdadero arte está siempre latiendo y fluyendo en el aquí y allá y en el dentro-fuera de la vida y del ser humano.

 

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