Bogotá/Cartagena de Indias: la historia

Bogotá/Cartagena de Indias: la historia

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La premisa menor de Américo Lugo de que la falta de conciencia política y de conciencia nacional le han impedido al pueblo dominicano, desde 1844 hasta hoy, constituirse en nación, es aplicable, como premisa mayor o cuantificador universal, al resto de los países iberoamericanos.
Hay, sin embargo, un grupo de países cuyo desarrollo industrial (México, Brasil, Argentina, Chile, Uruguay y Cuba) o cuyo desarrollo institucional sostenido en el tiempo (Uruguay, Costa Rica) les hizo creer a los historiadores y a los políticos que tales porciones de humanidad constituían Estados nacionales verdaderos similares a los de los Inglaterra, Estados Unidos, Alemania o los países escandinavos.
Ni siquiera las invasiones, ocupaciones y control político del Caribe, Centroamérica y algunos países latinoamericanos por parte de los Estados Unidos desde finales del siglo XIX e inicio del siglo XX completo convencieron a tales historiadores y políticos de que esos países no eran Estados nacionales verdaderos, sino Estados oligárquicos basados en el control de la tierra, la centralización administrativa autoritaria y la subordinación de la incipiente fracción burguesa como herencia de la colonización española a sus hijos criollos forjadores de la independencia política en aquel lejano siglo XIX.
Los Estados oligárquicos que surgieron luego de la primera independencia política y cultural se han mantenido vigentes hasta hoy como patio trasero de los Estados Unidos. Este aserto queda demostrado con la vigencia de golpes de Estado en cadena cuando un régimen político particular ha amenazado ese control estadounidense.
La implantación a escala planetaria del neoliberalismo y la globalización evidencia la validez de la premisa mayor, la cual se nutre, para su existencia, del clientelismo y el patrimonialismo como forma de mantenimiento del poder local o la intervención directa de los Estados Unidos cuando fuerzas políticas contrarias amenazan la doctrina de la seguridad nacional del imperio y de sus países subordinados.
La falta de conciencia política y de conciencia nacional se evidencia en que, al no existir Estados nacionales verdaderos apoyados en partidos anticlientelistas y antipatrimonialistas, los votantes en las elecciones brasileñas del 8 de octubre han colocado como puntero al ultraderechista Jair Bolsonaro. El 46.7 % de votantes prefiere a Bolsonaro, porque éste, de ganar, eliminaría la violencia que arropa al país y la corrupción que embarra a los políticos brasileños, específicamente a los del Partido de los Trabajadores durante los últimos doce años de mandato. Estos votantes no están concienciados de que en su Estado clientelista y patrimonialismo la corrupción es inseparable del sistema, sin importar que el candidato sea socialdemócrata, ultraderechista o izquierdista y la impunidad es su valor fundamental. Además, la ultraderecha es, por definición, sinónimo de violencia. Si no, pregúntenle a Donald Trump.
No es lo mismo que la ultraderecha gane unas elecciones en Brasil o en cualquier país latinoamericano que en los Estados Unidos. En Brasil y Latinoamérica reina un Estado clientelista y patrimonialista y a Bolsonaro le sería más fácil conculcar las libertades públicas y los derechos humanos, mientras que en los Estados Unidos un Donald Trump no puede hacer eso tan fácilmente. De ganar Bolsonaro en la segunda vuelta (y escribo esto entre 7 y 8 de octubre), los brasileños sabrán lo que cuesta un peine en cabello crespo.
En un país donde haya un Estado nacional verdadero, los miembros de los partidos políticos mantienen una posición política ideológica firme y definida, basada en principios, no en personas ni héroes providencialistas. En caso de que se detecte corrupción desde el poder (ejecutivo, legislativo o judicial), los militantes pueden no votar por un candidato de ese partido, pero jamás depositarían su voto por el candidato contrario y mucho menos pensar que van a pasarse en masa al bando opositor. Esta afirmación vale tanto para militantes políticos conservadores o liberales, como son los de los partidos Demócrata o Republicano en los Estados Unidos o para los militantes conservadores, ultraderechistas o socialdemócratas (socialistas en Europa) o los comunistas, trotskistas o anarquistas (también propios de Europa).
Los países del Mediterráneo (Francia, España, Italia, Portugal y Grecia), aunque son Estados nacionales verdaderos, debido a ciertas debilidades y vulnerabilidad institucionales que los acercan al clientelismo y al patrimonialismo, no tienen el mismo estatuto de los Estados Unidos, Inglaterra, Alemania o los países nórdicos europeos, donde las prácticas clientelistas y patrimonialistas y la corrupción están reducidas al mínimo y cuando brotan es imposible la impunidad. Los casos individuales son la excepción.
En la mentalidad clientelista y patrimonialista de los votantes iberoamericano existe una confusión ideológica debida a su falta de conciencia política y conciencia nacional: creen que los partidos socialdemócratas o socialistas son de izquierda y los medios de comunicación y los políticos conservadores contribuyen, porque está en su interés, a expandir esta confusión. En las elecciones de Brasil, los medios llaman de izquierda al Partido de los Trabajadores de Lula, que en puridad de verdad es socialdemócrata al estilo iberoamericano, o sea, desarrollista, capitalista, pero dentro del clientelismo y el patrimonialismo.
En México sucede igual. La revolución anti-oligárquica de 1910 terminó vencida por el clientelismo y el patrimonialismo, no traicionada por sus dirigentes, quienes tenían la misma falta de conciencia política y de conciencia nacional que el mismo pueblo.
El institucionalismo uruguayo terminó vencido por los sucesivos golpes de Estado patrocinados por los Estados Unidos (Juan María Bordaberry, Oscar Gestido, etc.), el de Chile terminó vencido por Nixon, la International Telegraph and Telephone y Pinochet. El de Costa Rica comienza a ser sacudido por los aires del neoliberalismo y la globalización y en esos conflictos comienza también a verse públicamente el refajo del clientelismo y el patrimonialismo, producto de la falta de conciencia política y de conciencia nacional, agravada por la ausencia de conciencia de clase y la falta de conciencia de ser sujeto.
En Colombia, muchos historiadores han visto el fenómeno que acabo de describir. El que menos ilusiones se hace es Antonio Caballero, cuyo libro “Historia de Colombia y sus oligarquías” (Bogotá: Ministerio de Cultura/Biblioteca Nacional de Colombia, 2018) está escrito con una estrategia metodológica al modo de Tucídides, aunque el autor está todavía preso por la creencia en la existencia de la nación colombiana, lo que debilita su historicidad.
Al igual que sus pares iberoamericanos, Colombia es una porción de humanidad gobernada desde su independencia por los oligarcas criollos y sus descendientes que heredaron de España saber burocrático, tierras, prestigio social, económico y la sacrosanta religión católica y las costumbres de la nobleza y la aristocracia del absolutismo.
En el siglo XIX surgieron, de esa primera independencia política y literaria, los herederos de Bolívar, Santander y Nariño, cuyos objetivos y lucha por imponer sus proyectos e intereses se evidenciarán en la creación de los dos grandes partidos propios de nuestra América: el liberal y el conservador y Caballero señala que, con más crudeza, en Colombia se dará el fenómeno, más típico que en otras partes, de que liberales y conservadores, luego de las guerras civiles de los siglos XIX y XX, llegaron a la conclusión de que son la misma cosa. Lo que explica que hayan llegado a un acuerdo de un gran frente “nacional” y que, cuando gana un liberal, su presidente recluta entre los liberales a sus principales ministros y diplomáticos, y cuando un conservador gana las elecciones, este recluta a sus principales ministros y diplomáticos, del lado liberal. Con lo que todos los gobiernos son siempre conservadores

(Continuará).

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