¿Bueno o malo? La gran pregunta. Lo que dice la Iglesia Católica

¿Bueno o malo? La gran pregunta. Lo que dice la Iglesia Católica

“Dios creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, hombre y mujer los creó” (Gn 1,27). El hombre ocupa un lugar único en la creación: “está hecho a imagen de Dios” (I); en su propia naturaleza une el mundo espiritual y el mundo material (II); es creado “hombre y mujer” (III); Dios lo estableció en la amistad con él (IV).
A imagen de Dios

De todas las criaturas visibles sólo el hombre es “capaz de conocer y amar a su Creador” (GS 12,3); es la “única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma” (GS 24,3); sólo él está llamado a participar, por el conocimiento y el amor, en la vida de Dios. Para este fin ha sido creado y ésta es la razón fundamental de su dignidad: Véase Catecismo de la Iglesia Católica en la página del Vaticano.

La religión ha existido siempre en el mundo, y nos ha brindado las pautas necesarias para encontrar sentido a nuestras existencias. En las sociedades primitivas y en la antigüedad, ante la incapacidad de entender la propia existencia, los pobladores primitivos buscaron explicaciones convirtiendo en dioses a los fenómenos naturales o humanos inexplicables para ellos. Los sucesos inexplicables de la naturaleza fueron convertidos en deidades: la lluvia, el sol, la tierra, el mar… Durante la antigüedad, el politeísmo siguió, pero los dioses de entonces comenzaron a tener cierta forma humana, hasta que en Grecia, y posteriormente en Roma, los dioses fueron humanizados de tal manera que casi tenían los mismos sentimientos que los humanos. Cada dios o diosa tenía una función importante en la vida griega.

Los romanos copiaron los dioses griegos, pero los bautizaron con otros nombres. Por ejemplo, Zeus, el Rey de los dioses y el gobernante del monte Olimpo, era Júpiter en Roma. Lo interesante de esta visión griega primero y romana después, es que entre los dioses se producían los mismos conflictos y enemistades que en la vida humana. Así, al igual que plantearon los filósofos chinos o griegos, la maldad o bondad humana era un asunto intrínseco al ser humano, y era, sobre todo, una opción libre elegir una de las dos actitudes.

En el Imperio Romano nació la religión que cambió al mundo: el catolicismo. Nacida en la clandestinidad, fue perseguida sin compasión, por los emperadores romanos. Los cristianos de entonces se constituyeron en las carnes frescas de los leones y despedazados en los coliseos como centro en los espectáculos macabros de una Roma decadente. Con el tiempo la religión se hizo dominante y se afianzó tanto, que en la Edad Media creó la Inquisición para hacer lo que a ella años antes le hicieron: perseguir a los que profesaran otras religiones. Recordemos que el Santo Padre Juan Pablo II pidió perdón por los pecados cometidos durante ese tramo vergonzoso de la historia de la Iglesia.

Independientemente de los problemas y dificultades que pueda tener la Iglesia como institución constituida por seres humanos pecadores, quise buscar los fundamentos del catolicismo. Y para hacerlo recurrí al Catecismo de la Iglesia Católica que está colgado en la página del Vaticano.

El artículo de esta semana está encabezado por un fragmento del Génesis citado en el primer capítulo del catecismo. Una lectura somera de estos planteamientos nos induce a pensar que el ser humano por antonomasia tiene que ser bueno, pues fue creado a imagen y semejanza de Dios; más aún, ha sido la única criatura que Él ha amado de manera casi exclusiva.

En ese mismo capítulo aparece una importante pregunta ¿Qué cosa, o quién, fue el motivo de que establecieras al hombre en semejante dignidad? Y la respuesta no se deja esperar, para lo cual utilizan el pensamiento de Santa Catalina que decía:

“Ciertamente, nada que no fuera el amor inextinguible con el que contemplaste a tu criatura en ti mismo y te dejaste cautivar de amor por ella; por amor lo creaste, por amor le diste un ser capaz de gustar tu Bien eterno» (Santa Catalina de Siena, Il dialogo della Divina providenza, 13).”

Este punto de partida, de que el ser humano por haber sido creado a imagen de Dios, ostenta, o debe ostentar, la dignidad de persona; pues es ALGUIEN, no algo, no una cosa. Tiene conciencia, tanto así que es capaz de conocerse, de poseerse y de darse libremente y entrar en comunión con otras personas; y es llamado, por la gracia, a una alianza con su Creador, a ofrecerle una respuesta de fe y de amor que ningún otro ser puede dar en su lugar.

Partiendo de esa premisa, se preguntan ¿Cuál debía ser, pues, ese ser humano creado con tanta consideración? No tiene más alternativa que ser grande y admirable, pues es la figura viviente, más preciosa a los ojos de Dios que toda la creación entera. “Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado” (GS 22,1):

El Concilio Vaticano II, el gran concilio ecuménico de la Iglesia católica convocado por el Papa Juan XXIII, fue anunciado en enero de 1959 y desarrollado y clausurado por su sucesor, el Papa Pablo VI, durante los años 1962-1965. Es considerado como el gran acontecimiento de la Era Moderna de la Iglesia Católica. Se buscaba hacer una reflexión colectiva para hacer una verdadera puesta al día de la Iglesia, renovándose y revisando el fondo y la forma de todas sus actividades.

Este trascendente Concilio reitera la convicción de que el género humano debe vivir en la unidad de su origen en Dios, pero sobre todo “en la unidad de su naturaleza, compuesta de igual modo en todos de un cuerpo material y de un alma espiritual; en la unidad de su fin inmediato y de su misión en el mundo; en la unidad de su morada: la tierra, cuyos bienes todos los hombres, por derecho natural, pueden usar para sostener y desarrollar la vida; en la unidad de su fin sobrenatural: Dios mismo a quien todos deben tender; en la unidad de los medios para alcanzar este fin; […] en la unidad de su Redención realizada para todos por Cristo”(Pío XII, Enc. Summi Pontificatus, 3; cf. Concilio Vaticano II, Nostra aetate, 1).

El catolicismo defiende que la unidad de la persona humana está compuesta de dos elementos: el cuerpo y el espíritu, como lo plantea el mismo Génesis: «Uno en cuerpo y alma, el hombre, por su misma condición corporal, reúne en sí los elementos del mundo material, de tal modo que, por medio de él, estos alcanzan su cima y elevan la voz para la libre alabanza del Creador. Por consiguiente, no es lícito al hombre despreciar la vida corporal, sino que, por el contrario, tiene que considerar su cuerpo bueno y digno de honra, ya que ha sido creado por Dios y que ha de resucitar en el último día» (GS 14,1). Pero ojo, aclara el Catecismo Católico, aunque nos hemos acostumbrado a distinguir entre alma y espíritu, es imposible separarlos pues son una unidad indisoluble.

 

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