Ya concluyó la Cuaresma, período de 40 días en que la Iglesia estimula a su feligresía mundial a acogerse al recogimiento y analizar sus conductas pasadas, con miras a estar preparado para estas festividades de Semana Santa, y que a partir de hoy se celebran para conmemorar la pasión y muerte de Nuestro Señor Jesucristo en la Cruz.
La Iglesia, en su infinita sabiduría, debería exonerar a los dominicanos de esas acciones penitenciales de mortificación del cuerpo, agonía del alma y acercamiento a la Cruz en forma sincera, ya que la angustia por la violencia que nos asedia, frente a las actuaciones arbitrarias de una buena parte de los miembros de la Policía Nacional, ocasiona más temores e incertidumbres, estimuladoras a un enclaustramiento obligado para evitar ser víctima del gatillo alegre de un agente del orden.
No transcurre un día sin que los medios reseñen el tiroteo para herir, malograr o matar a un ciudadano por sospechas, por confusión, o que no se detuvo ante una orden o por tan solo caerle mal a un agente, que ya conocía a la víctima. Por igual de la Policía ha salido la hornada de sicarios que alquilan sus armas para eliminar al rival del marido celoso, al socio que engañó al compañero, a la rival de la mujer celosa hasta al político o comunicador muy acusador de los corruptos para hacer su agosto con pingües beneficios, o se eliminan a los policías para robarle el arma de reglamento.
En estos días penitenciales y en los cuaresmales anteriores, ha llegado la angustia a muchos hogares, que sufren de cómo los policías persiguen a los ciudadanos jóvenes, muchas veces los detienen y luego los ejecutan o los malogran para que no vuelvan caminar más, alegando que fue una consecuencia de un intercambio de disparos.
La ciudadanía alberga en su interior el enraizado temor de que al acercarse a una patrulla, en labores de revisiones tan frecuentes por aquello de la seguridad ciudadana, que si no corre la sangre deben correr las papeletas, como peaje para poder continuar su camino, ya sea a pie o montado en un vehículo. Y los motoristas son los más sufridos, ya que muchas veces le confiscan su motor para siempre.
Y ese temor a la ciudadanía, no se le elimina, por más depuraciones, polígrafos y limpiezas internas que se hagan en las filas de la Policía, que es un cuerpo carcomido por una enfermedad incurable de abusar de los civiles, que estos ni se atreven a denunciar los robos en sus hogares, ya que cuando acuden a un cuartel a poner la denuncia, en seguida reconocen a algunos de los asaltantes y optan por marcharse para evitar que su vida sea malograda.
En verdad, en la policía existen islas de alta capacidad y honestidad, que se involucran en investigaciones muy sofisticadas que demuestran su preparación académica, experiencia y veteranía para perseguir los criminales modernos de la informática y de los delitos económicos.
Pero esa laudable labor, de tantos agentes bien preparados, se mancha ante el lado oscuro del cuerpo policial dedicado a perjudicar a la población civil, en que los estamentos especializados en la eliminación de delincuentes, tienen una gran importancia; muchas veces no se pueden controlar por el gusto que le han cogido de descontinuar a los antisociales, que hasta se llevan de por medio a sus compañeros que delinquen y son descubiertos en flagrante delito.
Hay una tarea de proporciones gigantescas, que ningún gobierno puede emprender para llevar a cabo una profilaxis completa, ya que se necesitaría cumplir con el mandato divino, que Jesús le dio a Nicodemo, que era necesario volver a nacer de nuevo para entrar al reino de Dios.
Reflexionemos en los próximos días para que, aparte de los baños de mar o de río, al menos tomar un receso para darnos cuenta que la sociedad se ha desmoronado, y los valores, considerados pasados de moda, se han reemplazado por los que ahora son los modernos, empujados por la revolución de las comunicaciones. Sin embargo, en todas las naciones se clama por volver a esos valores tradicionales que hicieron grandes a las sociedades de las naciones desarrolladas como la norteamericana, que busca rescatar con afán las enseñanzas de los padres fundadores.