CHIQUI VICIOSO: UNA POÉTICA DE LA RESONANCIA

CHIQUI VICIOSO: UNA POÉTICA DE  LA RESONANCIA

Chiqui con Clemente Soto Velez

Una isla nunca es una isla. Es decir, una isla nunca es simplemente una; antes bien, una isla es la suma de muchas otras. Isla desierta, isla con puerto de paso, isla guarnición, isla metrópolis, isla colonia penitenciaria, isla joya del imperio –del imperio de turno–, isla hacienda y sembradío, isla refugio para perseguidos, isla flotante, isla monstruo marino, isla paraíso perdido. Una isla siempre está poblada por todas las otras que hemos conocido o imaginado: es el hábitat idóneo de la imaginación.
Insular también es el espacio que habita la poesía de Chiqui Vicioso, cuya escritura está cruzada por escenas, por fauna, por flora que solo puede hallarse bajo la luz de ciertas horas caribeñas. Insular en el sentido más amplio. En más de una ocasión se ha querido hacer de la isla un emblema de la soledad, un espacio cercado, inaccesible. No obstante, como cualquier mirada atenta puede descubrir, el ámbito insular es un ámbito de apertura, para el cruce y el movimiento: una zona atravesada por el tránsito fecundo que, lejos de hallarse aprisionada por el mar, es enriquecida por sus corrientes. Cabría incluso pensar que la inserción de la isla en el imaginario occidental como un lugar cerrado es un resabio amargo, un resto de la imaginación colonial, que insistía en ver en las islas puntos estratégicos, bases de operaciones, canteras a ser explotadas. Noción revocada por la crasa realidad oceánica, que abraza y enlaza los espacios insulares y continentales, poniéndolos en intercambio, en diálogo resonante.
Así pues, la poética de Chiqui Vicioso se debe a este escenario, a esta geografía simbólica. En ella se interna sin grandilocuencia, para enunciar desde allí una subjetividad singularísima. Estos poemas exploran la intimidad sin el exotismo de lo confesional: la intimidad nítida, en su sencillez palpable, con un despojamiento que se acerca a la presencia física. Se trata, en muchos sentidos, de una búsqueda identitaria –como se deja entrever en el poema Un extraño ulular traía el viento, uno de cuyos apartados dice: Antes / la identidad era palmeras / mar / arquitectura / desempacaba la nostalgia / otros detalles / volvía la niña a preguntarle / a la maestra / y un extraño ulular / traía el viento.
De esa escenografía pretérita que, omnipresente, dicta la identidad, surge de pronto, dibujada, una nueva subjetividad: la de la niña. Y surge a través de un enunciado verbal: la pregunta. Este hecho es sumamente importante, pues no se trata tan solo de aprender a hablar –ya que el habla puede conducir a la simple repetición de las palabras ajenas. Vicioso, aguda, señala que el lugar de la propia enunciación no es simplemente otorgado, sino que debe ser conquistado a través del cuestionamiento. Esta escena original es complementada por otra, también incluida en Un extraño ulular traía el viento: Solo cuando la niña / asomaba en torbellino la cabeza / rompía papeles / revolvía los libros / volteaba el café sobre la mesa / ignoraba al marido y escribía / sobre el blanco impecable / volvía el mar como un rugido de epiléptico / en el amanecer de la conciencia / y la luz a desdoblar con palmeras las persianas / y un extraño ulular traía el viento.
Esta escena de la escritura completa, circularmente, la anterior. El enunciado, la pregunta que separaba a la niña del ámbito que la rodeaba, que señalaba su individualidad, conduce finalmente a la escritura donde se asoma en torbellino la cabeza. Y allí, en ese enunciado personalísimo, en la escritura propia, sucede otro movimiento en esta construcción identitaria: la apropiación de aquella escenografía original: el mar, las palmeras, la luz –pero desde la voz propia.
Sin embargo esta niña, trasunto del yo que habita Un extraño ulular traía el viento, no se encuentra sola en esta poética. Más bien diría que se encuentra a-islada, hecha isla en un mar que la coloca en archipiélago con otras figuras femeninas. Pienso, por ejemplo, en el poema EVA/SION/ES, en cuyas distintas secciones aparecen Sherezada, Eva, la mujer de Lot, Ochún, Yemayá, algunas brujas condenadas por celebrar un aquelarre, prisioneras moriscas, geishas, obreras, sirvientas, prostitutas, nanas: figuras que a su vez son islas en el tiempo y en el espacio, vinculadas entre sí por corrientes submarinas. Voces que se hacen eco unas de otras. De ellas, dice Vicioso: reencontré a mis madres / tengo de ellas la rebeldía del pelo / y el difuso color / de la arena sin playa. Y, un poco más adelante: coro de ayes / ayeres de mujeres –islas / expulsadas del Paraíso / con sus serpientes y manzanas.
No una mujer, sino muchas. No una feminidad aplanada, unidimensional, construida para subrayar ciertos rasgos y soslayar otras; antes bien, un coro de ayes donde cada voz es invitada a desplegar su peculiaridad, su ser isla. El poema funciona entonces como dispositivo de subversión textual. Reivindica aquellas madres reencontradas, las invita a hablar en la voz del yo que habla en el poema, haciendo de él un recanto –como lo llama en cierto momento–, un canto re-hecho, re-alzado, que reivindica la expulsión del Paraíso porque tal lugar era tan solo el Paraíso de la obediencia. Toda esta sonoridad heterogénea converge en el poema, en la subjetividad que en él se perfila, donde puede declarar: Tengo el útero por frontera / del África / Asia / Europa / el ritmo interno de gaitas / cítaras / tambores / de lo que he sido / y renacido / resonancias.
A lo largo de su obra poética, Vicioso reflexiona con agudeza y filo sobre la manera en que se configura su propia identidad como sujeto hablante –y, a través de ello, sobre la construcción de la identidad en general. Porque no se trata de forzar una coherencia sobre cada individuo, mutilándolo y reduciéndolo, sino de abrazar esta multiplicidad, esta resonancia. Quien habla en estos poemas puede decir de sí que es toda islas –y aquí, hasta los continentes son islas, sencillamente. Y la identidad se vuelve una constelación de hablas diversas, una región para estar sin estarse, donde diferencia e identidad no se contradicen, sino que se fecundan mutuamente: / Salomé, Rosario, Sylvia / Alfonsina, Julia, Delmira / me ven/dicen / la única madre extiende / sus palabras húmedas.
Estos versos, que pertenecen al poema Poética II, dan cuenta del sitio que ocupan estas voces dispares: en ellas se superpone la visión, la dicción y la bendición. Son ellas las que nos conforman y acompañan, las que nos enseñan a ver y hablar, las que bendicen secretamente las palabras que decimos.
Volvamos ahora a la niña. A su palmera, a su sol, al resplandor de ciertas horas jugando sobre el mar. Imaginémosla, no tan niña ya, en pleno proceso de escritura, trazando sílaba a sílaba los cotos de una zona donde las voces que la forman y conforman pueden habitar en consonancia. Abriéndose a ser isla en constelación con muchas otras islas, hiladas todas por las corrientes marinas, su constante movimiento. Trabajando un poema que es, La poesía objeto único: voz y resonancia / caracol de ecos.
Este es el prólogo de Adalberto Salas Hernández a la antología personal de la destacada poeta dominicana Chiqui Vicioso, La Luz de Ciertas Horas. Este libro será puesto en circulación en Puerto Rico y en Chile.

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