Cielo naranja
El trujillato y la gran dominicanidad

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Trujillo es un rostro, un cuerpo,  la articulación de ancestrales discursos autoritarios y la implantación de propuestas modernizantes al interior del Estado dominicano.

Trujillo es el trabajo de Sísifo de la dominicanidad contemporánea: con él siempre estamos subiendo y cayendo, sin darnos cuenta de que hay Trujillo más allá y más acá de los cronistas, los historiadores, los familiares y los enemigos, y lo peor: sin advertir lo peor, el trujillato de la cotidianidad nacional.

Revisando la ensayística que va de la Colonia hasta la Segunda República, es decir, desde Antonio Sánchez Valverde hasta José Ramón López, podemos recrearnos el cuadro de una sociedad insular de pastores que se convirtieron en agricultores, mediando entre ambos un elemento común de violencia y adscripción hacia el mando de los superiores.  ¿Quiénes fueron las figuras más relevantes de los principios republicanos dominicanos? De todos ellos, sólo Juan Pablo Duarte mantuvo la integridad y la convicción, ofrendándose en un duro exilio; Pedro Alejandrino Pina murió en la  inopia y Juan Isidro Pérez en la demencia. Del resto, qué decir, sino las colas que se le pueden pisar, desde los más conocidos como Pedro Santana y Buenaventura Báez, hasta los más reverenciados, como Sánchez, Mella y Luperón.

Con Trujillo damos un vuelto radical.  Con él la violencia se racionaliza. No sólo los nuevos métodos de tortura que había aprendido durante la Ocupación Militar norteamericana se irán perfeccionando hasta a veces superar los del maestro. Ahí está el terror sicológico, la manera en que el principio de inseguridad marca cada gesto, palabra, actitud, convirtiéndose a veces lo no dicho o lo no hecho en lo peor y más peligroso que se hubiese podido hacer.

El trujillato surge dentro de un gran vacío político producido, entre otras cosas, por la insistencia reeleccionista de Horacio Vázquez, obteniendo desde un principio el aplauso de la intelligentsia. Si bien el trujillato manipulaba, oprimía y reprimía, también la sensación de participar en el poder ofrecía a su vez poder. Nuestros grados de insensibilidad –tal vez los naturales en todo ser humano, quién sabe-, afianzaron la idea de que mientras a uno no le pase nada, el mundo se puede acabar.

Celebrar un juicio o despacharse con simples adjetivos descalificatorios en relación al trujillato tendría poca eficacia si al mismo tiempo no situamos el corpus de la dominicanidad, su sociedad civil, y la manera en que violencia y poder son como el ying y el yang íntimo de nuestra identidad nacional.

Hasta ahora hemos tenido una imagen feliz y positiva de lo nacional, sino es que de repente se mete el blanquinegro consabido de las dislexias. Pensamos que lo hispánico y lo católico son nuestras anclas más íntimas, falseando el alcance de ambos. Mientras que lo hispánico no es más que la conjunción de una miríada de culturas, el catolicismo –mejor sería decir, el cristianismo-, es la comprensión de que Dios nos hizo a todos semejantes, sin nacionalidades.

El trujillato aparece como gran garante de la dominicanidad. Delimitar el alcance de ambos, es un reto pendiente.

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