Colombia entre la espada y la palabra 

Colombia entre la espada y la palabra 

POR FRANCISCO PEREGIL/EL PAÍS
Hay muchos lugares de interés en Bogotá: la Biblioteca Nacional, el Museo del Oro y el museo, imprescindible, de Fernando Botero. Incluso hay actuaciones políticas de las que podrían sacar mucho provecho algunos alcaldes españoles.

Tiene mucho mérito que una ciudad de más de siete millones de habitantes haya conseguido disfrazarse por completo cada domingo, volverse como un pueblo en fiestas y llenarse de ciclistas y caminantes de sonrisa ancha. Y todo eso mediante el sencillo y baratísimo sistema de asignar las principales vías de Bogotá al uso de las bicis.

Se puede disfrutar también de los músicos y bailarines callejeros que piden al público «¡una histeria, una histeria, una bulla!», y a la que gente grita eufórica «¡ueeeeeeeeeeeeaaa!». Hay muchas cosas dignas de ver en esta metrópoli bastante más segura que otras grandes urbes como México, São Paulo, Río de Janeiro o Caracas.

Pero lo que casi nadie verá ni en domingo ni ningún día del año es la espada que Simón Bolívar usó en la batalla de Boyacá, donde se puso fin al dominio español en Colombia. Habría miles de colombianos dispuestos a verla. Pero la espada, como los viejos cuchillos de García Lorca, tirita bajo el suelo de una bóveda de seguridad en el Banco Nacional de la República de Colombia. Es como si un dragón la protegiera no sólo de cualquier ladrón sino de cualquier mirada. El dragón sería el Estado.

Hay mucha historia, y también histeria, detrás de un arma que tal vez no sea ni la auténtica. «El primer registro que se tiene de ella data de 1934, y dice: ‘Espada que se cree que ha pertenecido al dictador», señala Daniel Castro, director de la casa museo de Bolívar en Bogotá.

El grupo guerrillero izquierdista M-19 se dio a conocer en 1974 con el robo de este arma en la Casa Museo Quinta de Bolívar, de Bogotá, proclamando: «La espada de Bolívar vuelve a la lucha». Durante los 16 años en que el M-19 luchó contra el Estado, mantuvo la espada oculta. Fuentes cercanas al caso aseguran que el M-19 la entregó en 1991, con la condición de que no volviera a ver la luz hasta que no hubiese justicia social.

Si hay un objeto mítico en este país de 45 millones de habitantes, ésa es la espada de Bolívar. Y si hay un personaje legendario en América, ése es Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar de la Concepción y Ponte Palacios y Blanco.

Parece que si a uno lo bautizan con ese nombre está como empujado por el destino a liberar a seis naciones (Venezuela, Colombia, Panamá, Ecuador, Perú y Bolivia) del dominio español y abocado a recibir el título de Libertador de América a los 30 años de vida. Y ya con ese título, qué menos que escribir o dictar 10.000 cartas, de las que se conservan 3.000, y cabalgar 123.000 kilómetros por esos montes de América; qué menos que sufrir un intento de asesinato y ser avisado por su amante Manuelita Sáenz («vivo lo amé, muerto lo adoro») para escapar por una ventana, que puede apreciarse hoy en una calle de Bogotá.

Amó a cientos de mujeres y no dejó ningún hijo reconocido. Sobre su posible esterilidad se ha escrito mucho. Pero a falta de hijos hay aeropuertos, universidades, monedas, montañas, pueblos, ciudades, departamentos, provincias y hasta un país que lleva su nombre (Bolivia) y otro que lo ha adoptado: Venezuela es desde 2001 por obra de su presidente, Hugo Chávez, la República Bolivariana de Venezuela.

Tal vez el defensor más famoso de Bolívar sea hoy Chávez. Pero antes que él ya se había abierto camino a base de tiros otro admirador de Bolívar: el colombiano Pedro Antonio Marín, alias Manuel Marulanda, para los amigos, y Tirofijo, para sus enemigos. En cualquier caso, y con cualquiera de sus nombres, se trata del guerrillero con más experiencia del mundo. Se echó al monte en 1963 y ahí parece seguir, a sus 77 años, como jefe de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, gobernando en una buena porción del país. Aunque hay algunas fuentes que lo dan por muerto.

De Tirofijo se mofan algunos colombianos porque en las pocas entrevistas en que apareció decía haiga en vez de haya. Pero otros aseguran que eso no es más que una estrategia para identificarse con los campesinos y distanciarse de los políticos.

Su sombra sobrevuela todo el país, un país que casi ningún turista recorre en autobús y donde te suelen repetir que con pinta de europeo es más fácil ingresar en el saco sin fondo de los 3.000 rehenes que hay en Colombia, la mayoría en manos de Tirofijo y sus FARC.

En la estación principal de Bogotá no se ven turistas. El autobús que va hacia Cartagena de Indias tarda 22 horas en recorrer 1.100 kilómetros, con una sola parada a las tres de la madrugada de apenas una hora. El precio: 55 euros.

El paisaje es de una belleza casi insoportable. Y la gama de verdes es deslumbrante. Pero el espacio adonde viaja el conductor con su acompañante está aislado del resto del vehículo, con lo cual no se disfruta viendo acercarse el paisaje. Y tampoco puede apreciarlo a los lados, porque los viajeros echan las cortinas y sólo queda dormir o ver la tele. Claro que siempre puede uno buscarse las mañas y abrir una cortinita por su cuenta.

Sólo por ver los anuncios de los comercios, con esa grafía como de cuaderno escolar, con esos colores tan vivos y con esos nombres (El Rincón Parrandero, El Gordo Azteca, Bar El Kevin, Tapicería Macondo), ya merece la pena el largo trayecto. La gente que se sienta en sus puertas a ver la vida pasar parece que nos contagiara algo de su calma.

A cada pocos kilómetros aparece en la carretera algún cartel donde se lee: «Viaje seguro, el Ejército está en la vía». Y a cada poco habrá controles del Ejército. Muchos colombianos aseguran que desde que el presidente Álvaro Uribe comenzó a gobernar hace cinco años la seguridad mejoró notablemente.

Conforme nos acercamos a Cartagena, al autobús lo escoltan cientos de mariposas blancas y amarillas. A un lado queda el mar, y al otro, los cactus. Estamos en territorio Caribe, en el reino de Simón Bolívar («Cartageneros, si Caracas me dio vida, vosotros me disteis gloria»), pero también en el reino de Gabriel García Márquez, de Shakira, de las caderas salvajes, las bicicletas taxi, los mangos por las esquinas, las viejas mansiones coloniales que tanto recuerdan al Cádiz más bello, el reino de la muralla española en cuyos huecos destinados a cañones ahora se arrullan los novios.

Cartagena es una de las ciudades más bellas del mundo. Pero el centro histórico es como un plató de cine. De noche sólo se ven en la vieja urbe policías, turistas y vendedores ambulantes que te ofrecen camisetas del Patrón, el difunto narco de Medellín Pablo Escobar, aunque todos saben que el verdadero patrón de Cartagena es el turista. Si a uno le da por sentarse en la playa, aparecerán en menos de un minuto más de cinco vendedores ambulantes, sin que falte tampoco «la negra de los masajes», como ella misma se anuncia.

Sale uno del cogollito amurallado con sus coches de caballo y se topa, a un lado, con una especie de Benidorm hotelero, y al otro, con la realidad nada mágica de los barrios pobres donde vive la inmensa mayoría de los cartageneros y en donde las mafias de los paramilitares cobran su impuesto a los vecinos a cambio de la supuesta protección.

Hay gente en esos barrios que combate con la palabra a los paras y a la miseria. Es el caso de Manuel López, un conserje de colegio en el barrio Nelson Mandela, un líder cívico de raza negra. Pero a Manuel López lo mataron este verano. Había sido amenazado, había pedido protección policial al Ayuntamiento. No se la dieron y cayó asesinado a balazos hace dos meses.

Rafael Bergara Navarro, de 58 años, candidato para alcalde por la coalición izquierdista Polo Democrático en las elecciones que se celebrarán en octubre, era su compañero de lucha. «La gente que viene aquí conoce una Cartagena de folletín», explica Bergara. «No conoce a gente como López. Y yo me he pasado la vida enterrando a gente como ellos. Y aquí sigo. Hoy he abrazado al papá de López y le he dicho: ‘Ánimo, usted dio un gran hijo’. Y después me fui aparte y me vine en lágrimas, en dolor y en rabia. A veces me pregunto por qué estoy vivo».

Bergara era miembro de la dirección de la guerrilla M-19, que se fundó en 1974 por considerar que le habían robado unas elecciones al general Rojas Pinillas.

«La espada de Bolívar la cogimos en enero de 1974. Los compañeros no pensaron que aquello iba a tener tanto impacto. Pero fue un hecho subversivo. Las FARC dicen que son bolivarianas y estudian mucho a Bolívar. Pero nunca fue Bolívar ese icono tan suyo como cuando nosotros gritamos: ‘Bolívar, tu espada en pie de lucha, ayer, hoy y siempre’. Las estatuas empezaron a hablar. Muchos compañeros fueron torturados y lo primero que les preguntaban es que adónde estaba la espada. Y a veces estaba enterrada en hormigón cerca de donde se interrogaba. Ahora la esconden porque le tienen miedo a esa espada, le tienen pavor».

Hay millones de seguidores de Bolívar que ni son chavistas, ni partidarios de las FARC, ni del M-19, ni del Partido Conservador colombiano, que también se considera heredero del Libertador. Por eso, cada año acuden 160.000 turistas a la frondosa quinta de San Pedro Alejandrino, en Santa Marta, adonde fue a morir Bolívar de tuberculosis, con sífilis y tres centímetros de callos en las nalgas de tanto montar a caballo.

A Cartagena sólo la separan de Santa Marta cuatro horas en un taxi compartido que cuesta 18 euros. Basta charlar un poco con la gente para darse cuenta de que García Márquez tenía que nacer por fuerza en un país que aún conserva el gusto por las historias bien contadas.

El aire se va endulzando en el camino con los ballenatos. Y ya, en Santa Marta, uno tiene la sensación de que el aire te envuelve, te acaricia y te besa, aunque a veces te empape como el lametón de una vaca.

Bien entrada la noche, al salir de cualquier bar, bandadas de niños piden dinero o comida a los clientes. Al cabo de varios días, uno corre el riesgo de acostumbrarse, de creer que eso es inevitable y, por tanto, normal.

De la clase política, casi nadie habla bien. «Aquí a los políticos la cabeza sólo les sirve para robar y criar piojos», señala un taxista. «Y el que llega con buenas intenciones se pudre rápido. Yo creo que les dicen: o robas o te matamos».

A la Quinta de San Pedro Alejandrino ha acudido varias veces como mero visitante el presidente de Venezuela. Pero de Chávez y de su mezcla explosiva con Bolívar hablaremos mañana.

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