Constitución, Estado fuerte y economía social de mercado

Constitución, Estado fuerte y economía social de mercado

El creciente consenso nacional respecto a la necesidad de consolidar el sistema capitalista, evidenciado en el clamor generalizado por un capitalismo liberado de los males ancestrales del monopolio, el abuso de posición dominante y otras prácticas anti competitivas, auguran la inminencia de la verdadera revolución pendiente en la Republica Dominicana: la revolución capitalista. Lógicamente, superada la ceguera neoliberal de finales del siglo XX, no hay dudas de que esta revolución no consiste en liberar las fuerzas salvajes del mercado sino más bien y sobre todo en llevar el capitalismo dominicano a su propia legalidad. Ahora bien, solo un “Estado fuerte”, es decir, institucionalizado, puede emprender y sostener las reformas necesarias para una economía social de mercado pero domesticada jurídicamente. ¿En qué consiste este Estado fuerte? Veamos…
Ante todo, hay que estar claros en que este Estado fuerte no debe ser un Estado mínimo como propugnan los neoliberales, pues, aparte de que hasta el propio Adam Smith reconoció el rol del Estado en la garantía de los derechos fundamentales económicos y de que el neoliberalismo real no tuvo empacho en [mal]usar al Estado para desmontar las conquistas sociales, el sistema económico constitucionalizado en la República Dominicana tiene como base un Estado social (artículo 7 de la Constitución) que debe garantizar un conjunto de derechos sociales consagrados en el Título II de la Constitución y que aseguran un “mínimo existencial” a las personas. Por otro lado, el Estado fuerte no debe ser un Estado interventor en el modelo clásico keynesiano, no solo por la ineficiencia inherente al mismo, sino también porque la propia Constitución plantea unos límites al contenido de la acción estatal y al modo de intervención estatal en la economía, estructurados alrededor del reconocimiento de los derechos económicos de la propiedad y de la libertad de empresa cuyo contenido esencial es vulnerado por un Estado expansivo, omnipresente y omnipotente.
El Estado fuerte no debe ser tampoco el Estado autoritario que paradójicamente propuso en su momento Hayek, quien, pese a su más que cacareado apego al liberalismo y a las libertades, en realidad aboga por lo que Herman Heller calificaría en 1933 como liberalismo autoritario, y cuya mejor expresión teórica es lo que el jurista Carl Schmitt –como ha descubierto Renato Cristi- entiende como la necesidad de que un “Estado fuerte” -es decir, un “Estado total cualitativo”, con una “democracia protegida” (Jaime Guzmán) o “limitada”- garantice una “economía libre”. La razón por la que el Estado fuerte no debe ser un Estado autoritario es harto evidente: el Estado que estructura la Constitución es un Estado de Derecho (artículo 7), lo que implica no solo que la acción estatal tiene como limites la garantía de las libertades económicas capitalistas y todos los demás derechos fundamentales, sino también que el Estado Social es un Estado de Derecho, un Estado de la libertad en justicia social, que no se satisface tan solo –como el viejo Estado liberal- con “no empeorar las condiciones de vida de los ciudadanos”, sino que “debe también mejorarlas”, controlando la arbitrariedad del Estado Social mediante: (i) la eliminación “de los espacios de discrecionalidad de los aparatos burocráticos, el juego no reglamentado de los grupos de presión y de las clientelas, la proliferación de las discriminaciones y de los privilegios, así como de sedes extra-legales, incontroladas y ocultas de poder público y para-público” (Ferrajoli); y (ii) el encuadramiento jurídico de la acción social del Estado a través de la garantía de las prestaciones sociales como derechos fundamentales garantizados, es decir, aplicables directa e inmediatamente y exigibles ante los tribunales y no sujetos a su otorgamiento arbitrario como dádiva del Estado a su clientela.
Estado fuerte es entonces el que, conforme a la Constitución, garantiza una economía social de mercado, basada, por un lado, en los pilares del mercado, la propiedad, la libre y privada iniciativa, la libertad de empresa y la competencia libre y leal, y por otro, en los pilares del Estado social, que se resumen en la garantía de los derechos sociales fundamentales de las personas en una economía orientada “hacia la búsqueda del desarrollo humano” (artículo 217). No es un Estado mínimo porque no es simple garante del funcionamiento libre de los mercados; y no es tampoco un Estado interventor porque no promueve que el Estado sea el más activo y principal empresario, sino que, en virtud del principio de subsidiaridad (artículo 219), este deviene agente económico empresarial, allí donde el sector privado es ineficiente, o sea, donde resultan insuficientes o insatisfactorios los mecanismos espontáneos del mercado, pero siempre actuando en igualdad respecto a los empresarios privados (artículo 221). Es un Estado que puede proveer directamente los servicios públicos o permitir que el sector privado, solo o en concierto con el Estado, los provea, respetando siempre el proveedor público o privado de estos servicios “los principios de universalidad, accesibilidad, eficiencia, transparencia, responsabilidad, continuidad, calidad, razonabilidad y equidad tarifaria”. Es un Estado regulador (artículos 50.2 y 147.3), es decir, que reglamenta, supervisa, sanciona y dirime controversias entre los agentes económicos, pero al regular garantiza “la eficacia del mercado, no solo en términos económicos, sino también sociales” (Aragón). La fortaleza de este Estado viene dada no solo por su institucionalidad sino también por su sistema tributario, basado en la legalidad, la justicia, la igualdad y la equidad (artículo 43), y por el funcionamiento de organismos reguladores de los servicios públicos y de los sectores económicos sujetos a regulación que sean verdaderamente independientes. Economía social de mercado y Estado Social y Democrático de Derecho van de la mano, pues la Constitución no promueve ni el insoportable histerismo de los apocalípticos populistas ni el soporífero conformismo de los neoliberales integrados.

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