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En la actualidad, la República Dominicana padece una crisis institucional caracterizada por la existencia de altos niveles de corrupción en todos los estratos de la vida pública. No existe un recodo del engranaje político que no esté impregnado por el flagelo de la corrupción.
Y, precisamente, son los líderes del Partido de la Liberación Dominicana (PLD), autodefinido en su fundación por Juan Bosch en 1973 como un partido serio, los que entronizan las acciones más perversas de apoderamiento impune del erario público, de cara a una sociedad que observa con horror cómo la miseria se entronca en el pueblo mientras una minoría en el poder se enriquece impúdicamente generando millares de multimillonarios.
En los índices de percepción de la corrupción que publica anualmente Transparencia Internacional, en el 2015 la República Dominicana recibió 33 puntos sobre 100 en transparencia y combate a la corrupción, quedando en la posición 103 de 168 países evaluados y entre los últimos 10 de los 34 países del continente.
Los resultados de la encuesta Gallup-HOY de febrero de 2016 indican que un 80% de la población entiende que hay corrupción, de los cuales el 45.7% considera que hay más corrupción que antes y el 34.4% considera que la corrupción es igual que antes; un 32% de los simpatizantes del oficialista PLD indican que hay más corrupción que antes y el 62.7% de los jóvenes considera que la corrupción aumenta con el paso del tiempo (Díaz, 2016).
Economía y pobreza. Mientras la corrupción crece, la situación socioeconómica del país se torna crítica: al rápido crecimiento macroeconómico se suman altos niveles de pobreza.
La República Dominicana es un país con una economía en crecimiento que no logra disminuir los niveles de pobreza fruto de varios factores: la falta de creación de empleos, los bajos salarios, la concentración de la actividad productiva en la capital, el derroche público y el gasto corriente en base al populismo, el clientelismo y actos impunes de corrupción.
Según informaciones del Banco Central, en el 2014 la tasa de crecimiento económico era de 5.4% frente al promedio regional latinoamericano de 2.7% y el PIB era de 7.5%, uno de los más altos de América Latina.
Sin embargo, los datos de la CEPAL indican tasas de pobreza del 40.7% y de indigencia del 20.2%, superando el promedio latinoamericano del 28.1% de pobreza y el 11.7% de indigencia.
El 26% de los jóvenes dominicanos ni estudian ni trabajan (Díaz, 2015). Los niveles salariales son extremadamente bajos. Casi tres quintas partes de los hogares dominicanos tienen ingresos mensuales inferiores a los RD$18,000 (US$391), mientras el costo de la canasta familiar se estima en RD$36,697 (US$797.00) en la capital y RD$27,887 (US$606.00) en el resto del país.
El 45% de los asalariados y el 85% de los pensionados perciben el salario mínimo de RD$5,117 mensuales (US$111.00).
Las principales fuentes de inversión en el país son las finanzas, la minería, el turismo y las construcciones. Existe, sin embargo, una concentración de la actividad productiva en la capital, Santo Domingo donde vive la tercera parte de la población, lo cual impide el desarrollo de las demás localidades del país.
El crecimiento macroeconómico se sustenta en un desproporcionado endeudamiento estatal dirigido al derroche y al gasto corriente que consume el 85% de los empréstitos. La deuda actual es de unos US$34,000,000,000, lo que implica que al momento de nacer cada dominicano debe US$3,000.
La corrupción y el PLD. Si bien la corrupción ha sido una constante en el devenir histórico de la política dominicana (Jiménez Polanco, 1999), las características corporativas del accionar público actual hacen de la corrupción un sistema de múltiples aristas con raíces difíciles de desentrañar.
El PLD ha moldeado un entramado burocrático férreo con amarres firmes en el Gobierno en base a una repartición constante de incentivos selectivos y colectivos entre sus miembros y simpatizantes, y arreglos coyunturales con la oposición mediante el soborno y la prevaricación.
Eso permite a sus jerarcas controlar las instituciones del Estado y dilapidar impunemente el erario público. Al reparto del botín público por las vías administrativas mediante el trasvase de exorbitantes sumas de dinero de una institución a otra, se une la garantía del cambio de mando en el momento en que se producen las críticas sociales y los escándalos mediáticos.
Esto es posible en un sistema político de baja estructuración programática, con vías para la cooperación formal e informal más allá del momento electoral.
Las complicidades. En la literatura actual sobre el sistema político dominicano y las estrategias de cooperación en un sistema político de baja estructuración programática, Sánchez Benito da cuenta de cómo los pactos, las alianzas electorales y las experiencias transfuguistas están directamente relacionadas con una política clientelar, en la que la competitividad en condiciones de oligopolio controlado por una sola alternativa de Gobierno, liderada por el PLD, posee el dominio de la asignación de los recursos públicos.
En la República Dominicana los pactos constituyen un tipo de cooperación estratégica particularista que se circunscribe a los protagonistas y sus correligionarios y cuyos beneficios tienen una naturaleza privada o de club.
“El control de los recursos del Estado evidencia una vocación particularista incentivada por el mantenimiento del statu quo, la supervivencia institucional”, el freno de la representación de otras fuerzas políticas y su acceso al patronazgo.
Por tanto, “contrario a su concepción como el instrumento utilizado para sortear el inmovilismo institucional y promover medidas sociales, económicas y políticas que profundicen los resultados democráticos”, los pactos entre caballeros tipo cartel “velan un agravio corporativo”.
Las alianzas, por su parte, tienen un cariz más personal que programático. En lugar de tener como objetivo consensuar agendas programáticas que se conviertan en política pública, se acompañan de “objetivos o beneficios de club” como mecanismo de acceso de los partidos y candidatos a las redes de patronazgo de las instituciones, conllevando la pérdida de identidad de los partidos minoritarios aliados y la cesión del botín por parte del partido oficialista.
El transfuguismo o la migración de representantes de un partido a otro distinto a aquel en cuyas listas fueron elegidos se produce antes de que se cumpla el mandato electoral y supone, por tanto, “una estafa a la voluntad popular expresada en las urnas”, menoscabando la confianza de los ciudadanos en la clase política. Utilizado como instrumento para el realineamiento del sistema de partidos, el transfuguismo produce escisiones partidistas (Sánchez Benito 2015: 90-93, 100).