¿Crepúsculo de los valores? Pos-Modernidad y Ética

<p>¿Crepúsculo de los valores? Pos-Modernidad y Ética</p>

POR CARLOS DORE CABRAL
Este articulo está  inspirado en los debates que se realizaron en la Fundación Global Democracia y Desarrollo el pasado día 6 sobre el libro “¿ Adónde van los valores?”, que recoge los estudios de 51 especialistas internacionales  sobre el tema y que editó Jerome Binde para la UNESCO.  El artículo está dividido en dos entregas, en la primera –que es esta– se explica el efecto disruptivo de la pos-modernidad sobre la ética del

deber y en la segunda se ensayan respuestas directas a la pregunta que le da nombre al trabajo.

Arribamos al siglo 21 con la perplejidad que nos provoca la ausencia de certidumbres. La rapidez y naturaleza de los cambios nos desbordan, el horizonte de nuestros conocimientos se achica y como si todo esto fuera poco, la idea del progreso a través de la razón que nos vendió la modernidad terminó desvaneciéndose como pompa de jabón.

Se habla de que vivimos la era de la pos-modernidad, que en nuestro caso, por lo menos, habría que aceptar el hecho de que sus valores distintivos conviven con la pre-modernidad a consecuencia de la modernidad incompleta que se evidencia en los países de capitalismo tardío.

La modernidad se inicia con la muerte de Dios, despojando de ese modo toda referencia religiosa a la cuestión moral y se autonomiza la voluntad del sujeto que orienta sus acciones con la idea del progreso al que llegará apoyado en la razón. En la modernidad, los sujetos tienen la certeza de que el futuro será mejor que el presente, que los seres humanos alcanzarán la libertad plena y en consecuencia, el fin aristotélico de la felicidad.

Pero en la pos-modernidad se instala el descreimiento y el escepticismo en que el progreso conduzca al bienestar de la humanidad. Las grandes metas relatos se desplomaron cuando de aspiraciones se convirtieron en realidades que no cumplieron con las expectativas discursivas que precedió a su instauración. De ese modo, en la pos-modernidad acontece una desvalorización de los ideales, de los grandes proyectos emancipatorios, etcétera, que dejan un vacío muchas veces llenado por la desazón y el pesimismo, la pérdida de fe en los proyectos colectivos, dando lugar a un aislamiento del individuo que se debate y agota en su mismidad. Y es que el hombre (y la mujer) posmodernos tal como lo pregona Lyotard se sienten cada vez más alejados de incidir con sus acciones en el curso de la historia, porque los acontecimientos se colocan en una esfera independiente de sus actos.

Acontece una suerte de vaciamiento de los referentes éticos evidenciándose una crisis de autoridad que incluye a las instituciones con que la modernidad organizó la sociedad para alcanzar su ideal de progreso. Ideal que para lograrlo, se apoyó en una ética del deber que hoy es reemplazada por la ampliación de los derechos individuales centrados en la realización personal del individuo que no se identifica con los anteriores valores como el preconizado por la deondotología kantiana y su imperativo categórico en el sentido de obrar de tal modo que la máxima de la voluntad de un individuo pueda valer siempre como principio de una legislación universal.

En ese escenario, la pos-modernidad implica el crepúsculo de la ética del deber y la emergencia de seres humanos centrados en un individualismo narcisista y por tanto patológicamente egoísta, centrado en el hedonismo que se manifiesta primariamente en el culto al cuerpo y a la juventud, relaciones frágiles y efímeras con los seres humanos y las cosas, extensión del tiempo libre y el ocio así como el entregarse al consumo, aparejado con identidades que se adquieren por el acceso al mercado y no por la adscripciones ideológicas. La búsqueda de gratificación y la realización personal se convierten en el ideal supremo. El problema ontológico se resuelve sustituyendo la realidad por la imagen, nuevo objeto de adoración, victoria del parecer sobre el ser. Es la época de los medios de comunicación de masas funcionando hasta el paroxismo, creando la realidad.

Pero tal y como lo he tratado en diversos artículos, también asistimos a un discurso-realidad aparentemente contradictorio con el signo epocal, ellos así, porque el individualismo no supone la ausencia total de valores, de apelación de un determinado comportamiento moral. Es también el tiempo donde se aprecia un cierto renacimiento ético en el que los mismos seres humanos que se entregan a la realización personal sin ningún apego a valores como la abnegación y el desprendimiento solidario, reclaman ciertas normas relativas a la eficiencia, el éxito, la igualdad de oportunidades, necesidad de un desarrollo sostenible, etcétera, que al fin y al cabo, son reclamos de comportamiento moral medidos éticamente como las virtudes necesarias para la consecución de los fines del individuo. La posmodernidad no es el caos es más bien la instalación en lo social de un compromiso ético débil, anémico con aquellos valores que no obstaculizan la libertad individual. En ese sentido, más que individualismo, acontece la era del neo-individualismo, una cierta mezcla de negación del deber que al mismo tiempo necesita mantener las condiciones necesarias para su propia reproducción y lo hace, por medio de una ética que administre el individualismo desenfrenado sin prescribirlo como comportamiento moral consustancial a los tiempos actuales. Por esa razón para algunos, la preocupación moral de la posmodernidad no es contentiva de valores auténticos sino una indignación por todo lo que limite la libertad individual. La moral pos-moderna, ha desechado al moralismo y su antinomia, no le interesa lo virtuoso en sí mismo, sino obtener respecto, como lo plantea Lipovestsky. Es una moral indolora donde el neo-hedonismo no conoce ni se reconoce en la culpabilidad aunque pueda convivir con el reclamo contra la pena de muerte, el respeto a las opciones sexuales, derecho al aborto y transparencia de la gestión de lo público.

Por esas y otras razones, para Gilles Lipovestsky, vivimos la era de las sociedades pos-moralistas, pero si toda moral anterior se fundamenta en el deber como motivación de los acciones humanas, entonces, asistimos a la época del pos-deber porque la obligación moral no moviliza las conductas de los seres humanos, ese rol se ha transferido a la satisfacción del deseo. Si la modernidad con su “muerte de Dios” seculariza las éticas religiosas y la razón desplaza a Dios como garante de la conducta humana; con Kant la voluntad humana se adecua a la ley de la razón constituyendo el deber, que presenta la condición de autonomía porque la ley no le llega desde fuera. Desde ese punto de vista, la ética del deber excluye las consideraciones en torno a los efectos de la acción, se actúa por el deber mismo y en el caso de las personas, nos relacionamos considerándolas como un fin y no como medio. La kantiana es la ética de la obligación (todo deber lo es) que se ocupa exclusivamente de las leyes que debemos obedecer, donde se actúa sin considerar moralmente las consecuencias porque la moralidad se define por la intención, esfera autónoma, independiente, ajena a los fines perseguidos. La primera etapa de secularización ética mantuvo al deber como centro de la conducta moral, lo que cambia es el mandato y su procedencia, ya es interno y autónomo.

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