Crítica

Peligroso homúnculo

<P><STRONG>Crítica </STRONG></P><P>Peligroso homúnculo</P>

Sólo quien puede amarse a sí mismo es capaz de amar a los demás. Sólo quien se acepta tal cual es puede aceptar al resto de los hombres. Sólo quien confía en sus propias fuerzas tendrá la fuerza suficiente para no desconfiar del impredecible género humano… Sin embargo, en nuestra sociedad y cultura, -convengamos en ello-, raras son las personas que responden a tales características. Lo que predomina es justamente lo contrario. Por doquier pululan los homúnculos, esa especie frustrada de seres con apariencia humana con los que nos topamos a cada instante cuando salimos a la calle a trabajar, cuando vamos de viaje, cuando entramos a comprar a la tienda, cuando decidimos distraernos un rato caminando por el parque.

El homúnculo es un extraño espécimen que aún no ha sido científicamente clasificado por los antropólogos, posiblemente porque también los antropólogos suelen ser homúnculos.

Es, en cualquier caso, un individuo –llamémoslo así para no complicarnos la vida-, que muestra rasgos claramente reconocibles: lo hallamos siempre pendiente de lo que hacen los demás para criticar con acritud la conducta que considera inadecuada; se erige siempre en juez supremo, en árbitro universal; nunca le pasa por las mientes detenerse a contemplar las flores, a escuchar las voces del mar o, sencillamente, a preguntarse el porqué de lo que hace, siente y piensa; la felicidad ajena le deprime e irrita; el éxito del colega lo carcome de envidia hasta el punto de experimentarlo como su propio fracaso personal; como recela de sí mismo, de ese vacío interior donde germinan los más turbulentos y oscuros impulsos destructivos, se aferra ansiosamente a las cosas externas, a la epidermis mundana de la vida… Y, por descontado, rinde culto al poder –todo impotente rinde culto al poder- ambicionando cargos de autoridad, títulos, distinciones y riqueza.

El homúnculo no está nunca consigo mismo puesto que no sabe quién es él; jamás está tranquilo porque su esencial inseguridad no da paz a su espíritu; y ese desasosiego lo convierte en un depredador al acecho, listo a dar el zarpazo mortal o a poner pies en polvorosa en un abrir y cerrar de ojos. El homúnculo es un ser desventurado y peligroso; su ferocidad aumenta en proporción inversa a su incapacidad de gozar de la existencia. Le obsesiona el paso del tiempo porque no ha reparado en la trascendente densidad del efímero instante en el que mora. Le aterra la muerte y hace todo lo posible por olvidar su inexorable semblante de inescrutable palidez; de fijo que la muerte tiene que horrorizarle habida cuenta de que es la evidencia, la prueba irrecusable del fracaso de su desperdiciada vida.

El homúnculo es un ser desesperado que se debate en lucha frenética contra un mundo percibido como hostil y al que en realidad vuelve hostil en la medida en que pareja percepción le induce a irreprimibles comportamientos agresivos. Es este humanoide un ser disgregado, atiborrado de conflictos internos,  torturado por los más contradictorios impulsos que se le antojan fuerzas exteriores a él, potencias imposibles de controlar cual las ráfagas del furioso huracán que todo a su paso lo derriba. El homúnculo, falto de autogobierno, negado a tomar con sus manos el timón de su propio navío, se ve conminado a dejar la responsabilidad del rumbo de su existencia a personas ajenas y a las externas coyunturas. De ahí que sólo puede ser una de estas dos cosas: tiránico o servil. Con el jefe es sumiso, condescendiente hasta la humillación; con el subordinado –que Dios tenga piedad de él- implacable y vesánico.

Pero la principal nota distintiva de este sorprendente bípedo pensante es, acaso, su permanente insatisfacción, que no le otorga paz, que no le ofrece reposo, que, en cuanto puede conjeturarse, no le permite alcanzar ese paradisíaco estado que añora y al que llama “felicidad”. Y como en la tierra no la encuentra, -entre otras razones porque con su conducta él mismo se encargó de hacerla desaparecer-, se la inventa en el cielo o la traslada a un hipotético y fantasioso porvenir, de manera a poder seguir comportándose en este presente –que es lo que en verdad existe- de la única forma que conoce: con crueldad obcecada, con desprecio, con desatada estupidez… Tal es el homúnculo. 

Él es el culpable de la guerra, de la explotación, del abuso, de la violencia, del dolor evitable y de la exacta muerte; es él el responsable del hambre y del derroche; es él quien ha hecho de la sociedad un garito, una cueva de ladrones, una jungla inhóspita y letal… El homúnculo es -¡vaya si lo es!- un ser lastimoso. Pero, por favor, no le tengamos lástima: mientras lo compadecemos es muy posible que ya nos haya devorado.

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