Cuando nos hagan falta los partidos

Cuando nos hagan falta los partidos

Es ya un deporte nacional consolidado abominar de los partidos. Ha sido durante mucho tiempo una postura chic de la izquierda light, celosa de los éxitos electorales de los partidos tradicionales, pero ya es un verdadero cliché propagado por la práctica totalidad de los ideólogos de ese amorfo centro político, que trata de articularse alrededor de la etérea y evanescente noción de “pueblo” y que ha renunciado ya a toda pretensión de reivindicación social, de defensa de los derechos de las mujeres, de los dominicanos desnacionalizados y del colectivo LGTB, de sometimiento de los poderes privados al ordenamiento jurídico, y de reformar nuestras instituciones y cuyo único leitmotiv es la persecución política y judicial de los corruptos de la “partidocracia”, que vienen a personificar todos los males de la nación y a constituirse en ese enemigo imprescindible para todo verdadero populismo.
Y no es que no falten buenas razones para criticar los partidos y exigir su reforma. No. Pero, hay que decirlo, de hecho, han sido los partidos los que, aunque tardaron casi 20 años en lograr promulgar un estatuto legal que los rigiese, propiciaron el mismo. Que no se aprobasen las primarias abiertas que garantizan la participación de toda la ciudadanía en la selección de los candidatos a puestos electivos, que no se tenga un buen sistema de financiamiento público y privado de los mismos, no es culpa solo de los partidos sino también de una sociedad civil a la que muchas veces le resulta más fácil colocarse en la acera del frente a tirar piedras teóricas contra la reforma que impulsar sinceramente reformas efectivas. Es por ello que es más simpático arremeter contra los partidos- cuyos dirigentes se muestran hasta acomplejados de su propia existencia e, incluso, prestan solícitos su apoyo a las campañas de denuesto en su contra- y el modo propio de operar de los mismos en una democracia electoral y representativa, que se basa en los compromisos que, en nuestro patio, se conocen despectivamente como “acuerdos de aposento”.
Pero no nos engañemos. El discurso anti partidos es esencialmente autoritario. Su abuelo paterno es José Enrique Rodó y su padre legítimo es Rafael Leónidas Trujillo. De Rodó y su arielismo hereda el tufillo elitista y el desprecio a unas masas que solo escaparían a la barbarie si cuentan con “una alta dirección moral” que no puede dar un partido sino una minoría que se constituya en “aristocracia del espíritu”. De Trujillo le viene ese inmenso deseo de, para usar las palabras de Ramón Marrero Aristy, al referirse a la asamblea que fundó el Partido Dominicano, surgido del “patriótico propósito” de fusionar todos los partidos bajo la jefatura del Jefe, propiciar “la nueva filosofía política que había sustituido los viejos módulos del caudillismo”.
No por azar los intelectuales arielistas “encontraron en la dictadura de Trujillo la realización del Estado arielista: la calidad contra la tiranía del número” (Céspedes). Y es que “en el arielismo, la justificación del totalitarismo es una posibilidad” cuando no es posible esa anhelada “democracia” aristocrática. Pero este autoritarismo no es exclusivo de los arielistas pues, en nuestros tiempos, Chávez, al igual que Mussolini, Hitler, Franco y Trujillo, entendió que los partidos políticos eran, por esencia y naturaleza malos, porque son corruptos, porque dividen la voluntad popular. De ahí la insistencia en llamar “movimiento” a los instrumentos usados por los anti partidos para llegar al poder, lo que conecta con la falange española y otros movimientos populistas y fascistas. Ellos adoran la “voluntad popular”, es decir, aquella que no es la mera suma de lo que los individuos desean sino que, en realidad, es aquello que las personas deben querer según el criterio del liderazgo del movimiento.
Como demuestra el caso venezolano, no hay democracia efectiva sin partidos fuertes. Por eso los partidos, mas que un mal necesario, son pieza fundamental del sistema democrático representativo. Dios nos libre de ese utópico “régimen” que sustituiría nuestra democracia “gris, fría y aburrida” y que sería dirigida por estos modernos narcisos, enemigos de los acuerdos pragmáticos, parciales y razonables, con su insoportablemente leve discurso moralista de los buenos contra los malos y su adanismo arrásalo todo. Si llegan al poder, tras desmontar los partidos y encaramar a su líder mesiánico, como los arielistas lo hicieron con Trujillo, ellos, clase media al fin, se irían a Miami o Madrid a seguir pontificando, dejándonos el muerto al resto. Lamentablemente, cuando nos hagan falta los partidos, será ya tarde.

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