En 1971, para el primer número del diario El Sol, escribí un reportaje en el cual denunciaba que, de seguir la situación de entonces, en breve los dominicanos tendríamos que hablar inglés y pagar para bañarnos en las playas del este del país.
No tuve boca de chivo, tuve conocimiento, información y visión de lo que ya servía de ejemplo: la privatización de las hermosas playas de Juan Dolio, enajenadas del patrimonio público para beneficio de quienes dispongan de recursos para pagar un baño de mar.
La privatización de las playas constituye un grave atentado contra la libertad y el derecho a la diversión, al disfrute de un don que Dios hizo para todos, no para unos pocos. Gracias, Señor, que no has permitido un invento, un descubrimiento para que prohíban el aire y le fijen un impuesto a la respiración. Y no es cosa de risa ni de choteo.
Cada día nos empujan, como bueyes sin raciocinio, a buscar playas donde haya que pagar altas sumas de dinero para las vacaciones de Semana Santa. Me provoca risa que esos mismos balnearios que se prohíben para esa fecha están abiertos todo el año. ¿Será que el peligro se va de vacaciones el año entero? ¿Es que sólo en la época de la Pascua florida corren los niños y los jóvenes el peligro de ahogarse en las mismas playas que se bañan el año entero, sin que ocurran desgracias que ameriten prohibiciones y persecuciones?
El asunto merece ser analizado en todas sus vertientes. Es lógico que la autoridad vele por el bienestar de sus gobernados, pero no es bueno que la misma autoridad dirija los bañistas, como caña p’al ingenio hacia lugares usurpados de los derechos de todos, para beneficio de dueños de hoteles que se cogieron las playas y las privatizaron en contra del derecho que tenemos de disfrutar de la naturaleza.
En 1950/51, se construyó el muelle de Barahona. El dragado del canal de acceso al puerto creó un volumen de piedras y arena que, vertido sobre la orilla de la playa del pueblo, formó un pedazo de ciudad que se adentra hacia el mar.
Entiendo, perfectamente, que, si alguien obtiene el permiso de la autoridad y del pueblo, para construir un trozo de tierra, que se le conceda explotarlo a su antojo siempre que cumpla con la ley y haya que pagar por el usufructo de las diversiones que se creen en esa área.
Aquí ocurre, ahora, que la autoridad ha consentido la apropiación de bienes públicos de tal modo que las mejores playas están prohibidas al disfrute libre de los ciudadanos.
Ya lo preví en 1971 y, hace tiempo, tengo que lamentar que tuve toda la razón. ¿Pero hasta cuándo?