Despojo en Palestina, agresión en Líbano, ocupación en Irak

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 POR FIDEL MUNNIGH
1/ Puede ya parecer superfluo intentar la cronología de una agresión.  Nietzsche afirma que no hay fenómenos morales, sino sólo interpretación moral de fenómenos. Toda cronología de hechos no puede evitar el sesgo de la interpretación de esos hechos.  Empezaré resumiendo los treinta y cuatro días de la «ofensiva» israelí en el Líbano, del 12 de julio al 14 de agosto de 2006.

El 12 de julio, la milicia de la «Resistencia Islámica», brazo armado de Hezbolá (Partido de Dios, en árabe) dio muerte a ocho soldados israelíes y capturó a otros dos en una operación militar fronteriza.  También realizó ataques con cohetes al norte de Israel.  La respuesta inmediata de Israel fue brutal y desproporcionada: ataques aéreos y de artillería pesada, bombardeo reiterado, deliberado e indiscriminado contra el sur del Líbano, la infraestructura civil, áreas pobladas y barrios de Beirut. Las zonas bombardeadas y devastadas con mayor intensidad fueron los barrios del sur de Beirut, habitados por dirigentes y miembros importantes de la milicia chiíta libanesa del Hezbolá.  Pocos días después el mundo se enteró horrorizado de la masacre de Qaná: 57 personas, 37 de ellas niños, que se habían refugiado en un edificio de la ONU, fueron asesinadas por un ataque deliberado del ejército israelí.  Hubo ataques mortales a observadores de la ONU, a caravanas de refugiados, a civiles indefensos.

Mientras esto sucedía, el primer ministro Fuad Siniora y el presidente Emile Lahoud, del Líbano, imploraban en vano al mundo un inmediato cese el fuego y una reunión de urgencia del Consejo de Seguridad de la ONU.  No hubo tal reunión.  Con toda la mala fe del mundo, el gobierno estadounidense dio luz verde a Israel para la agresión al Líbano.  Rechazó el alto el fuego bajo el supuesto de que la paz en la región pasaba necesariamente por la eliminación de la milicia «terrorista» de Hezbolá.

El 14 de agosto, treinta y cuatro días después del inicio de la agresión israelí (que la prensa occidental y el lenguaje diplomático suelen llamar «hostilidades»), la ONU aprobó finalmente una resolución tardía llamando al cese el fuego.  En su Resolución 1.701, el Consejo de Seguridad de la ONU ordenó poner fin a las hostilidades de ambos lados y acordó una paz precaria entre las partes envueltas.

En Israel, los enfrentamientos arrojaron 41 civiles muertos por ataques con cohetes lanzados por Hezbolá contra el norte de Israel, cientos de heridos y 121 soldados muertos en combate.   Pero es el Líbano el que se llevó la peor parte.  1,200 civiles muertos y más de 4,000 heridos, muchos de ellos menores de edad; casi un millón de personas desplazadas, refugiadas y damnificadas, que, tras abandonar o perder sus hogares, huyeron de los ataques aéreos y de artillería pesada de Israel.  Muchas de ellas están retornando ahora a sus hogares, o a lo que queda de ellos, tras el «cese de las hostilidades», sin la certeza de una paz duradera y con el temor de que en cualquier momento se reanuden los ataques y combates. La agresión israelí ocasionó daños multimillonarios en la infraestructura del Líbano: el aeropuerto civil, los puertos, 73 puentes, 630 kilómetros de carreteras, plantas y redes eléctricas, plantas de bombeo de agua, depósitos de combustible, edificios y bloques enteros de apartamentos quedaron destruidos por los ataques y bombardeos. Israel impuso sobre el Líbano un bloqueo marítimo y aéreo que impidió la reactivación de la economía y la vuelta a la normalidad.

2/ Frente a estos hechos, uno no puede impedirse preguntar: ¿Cuánto vale un soldado israelí vivo y secuestrado, y cuánto uno muerto? Noam Chomsky reveló en una entrevista reciente que por un soldado secuestrado el ejército israelí ha asesinado a 120 personas en Gaza, y un tercio de ellas eran niños. Detesto las cifras frías que enmascaran el verdadero dolor y sufrimiento humano.  Pero si tuviese que hacer un cálculo frío de la relación de víctimas en la guerra del Líbano sería éste: 1:12, 12 civiles libaneses por cada soldado israelí muerto; 1:30, 30 civiles libaneses por cada civil israelí muerto; 1:600, 600 civiles libaneses muertos por cada soldado secuestrado y aún vivo. 

La agresión israelí al Líbano ha sido la respuesta absolutamente brutal y abusiva de una potencia militar a un país inerme que no puede ser defendido por su propio ejército.  Se trata de una guerra asimétrica, desigual, como lo es el conflicto entre Israel y Palestina.  Porque Israel no respondió atacando a Hezbolá, que le había atacado primero, sino agrediendo a un Estado soberano, al gobierno y al pueblo libanés. 

La agresión al Líbano no sólo parece una costosa aventura militar que ha desacreditado por completo a Israel ante el mundo, sino que tiene todas las características del abuso desconsiderado contra un enemigo inferior. Y aún más: tiene el sabor amargo de una derrota, o de una prometida e imposible victoria. Ha sido una derrota más moral que militar.  Porque Israel prometió una victoria rápida que nunca logró. No sólo ha respondido con torpeza y desmesura a la provocación artera de Hezbolá: también ha contribuido, por vía negativa, a incentivar los odios y a radicalizar aún más una parte importante del mundo árabe y musulmán. Ha asesinado a muchos niños. Ha destruido buena parte del Líbano, pero no ha podido acabar con Hezbolá.

Con cada episodio nuevo de expansión israelí y estadounidense (despojo en Palestina, agresión al Líbano, ocupación en Irak), el mundo islámico se radicaliza un poco más. A los ojos de árabes y musulmanes en todo el mundo, Hezbolá aparece hoy como el héroe capaz de enfrentar, golpear y derrotar al poderío israelí.  Representa un ejemplo de resistencia heroica que los pueblos árabes estaban necesitando desesperadamente desde la derrota de 1973. 
(Continuará).

Después de esta «guerra», es posible vaticinar cambios importantes en toda la región. Hezbolá forma parte del gobierno de coalición libanés.

Se puede prever una victoria parlamentaria de Hezbolá en las próximas elecciones legislativas y una ratificación de la mayoría prosiria en el parlamento.

En cuanto a las élites árabes gobernantes de los países vecinos, que sólo se representan a sí mismas, esta guerra les tocará muy de cerca.  Serán confrontadas cada vez más por sus propios pueblos, anhelosos de justicia social y democracia, que ellas dicen representar. Se enfrentarán a demandas cada vez mayores de cambios esenciales para ellos y para los palestinos.

La estrategia unilateral estadounidense-israelí de reordenamiento del mapa de Oriente Medio está destinada a fracasar. Un nuevo Oriente Próximo no es posible si se ignora el reconocimiento de los derechos de los palestinos. La tragedia palestina es una herida abierta y sangrante para la humanidad, y un cáncer para el mundo árabe y musulmán.  Cualquier auténtico acuerdo de paz para la región pasa necesariamente por la solución del problema palestino.  Y ello significa: creación e instauración de un Estado palestino libre, independiente y soberano, con sus propias instituciones y fuerzas del orden.

3/Es un hecho incontestable: lo que ha bloqueado los acuerdos de paz (Madrid, Oslo,…) entre israelíes y palestinos ha sido el endurecimiento de la política israelí, sobre todo al autorizar la implantación de nuevas colonias en los territorios ocupados.  Me explico: los nuevos asentamientos de colonos judíos en tierras palestinas, autorizados por el Estado y vigilados por el Ejército de Israel.  Esto lo reconoce todo el mundo. Lo afirma incluso un intelectual como Mario Vargas Llosa, de quien no cabe la sospecha de ser «izquierdista», «radical» o «antisemita»: el meollo de la cuestión son los asentamientos judíos en territorio palestino.  Esa política de colonización se lleva a cabo de manera agresiva y brutal, expulsando a los palestinos de sus tierras, destruyendo sus casas y propiedades con bulldozers. Los colonos judíos provocan a los civiles palestinos, que les responden cuando pueden.  Es ahí donde entra el ejército israelí para defender a sus ciudadanos y reprimir y asesinar palestinos, sin importar edad ni condición.

El plan de paz ha sido bloqueado una y otra vez por Israel, no por la autoridad palestina y las milicias radicales armadas. A Israel no le interesa la paz: le interesa, le obsesiona la seguridad, su propia seguridad.  Si le interesara realmente la paz, los acuerdos de paz se hubiesen cumplido, o al menos hubiesen sido apuntalados.  Israel pretende expulsar a los palestinos de su propia tierra, pretende que ellos acepten esa realidad como un «hecho consumado». Pero no hay paz sin justicia, y sólo puede haber justicia a cambio de tierra.

Las interpretaciones sobre las raíces del conflicto van y vienen sin cesar.  La versión del ocupante agresor tiende a escamotear la realidad esencial. Los israelíes dicen que los palestinos sólo hablan de «ocupación, ocupación, ocupación», cuando de lo que se trata realmente es de «terror, terror y más terror».  Pero igual se podría invertir la ecuación y decir que los israelíes sólo hablan de «terror, terror, terror», cuando de lo que se trata realmente es de «ocupación, ocupación y más ocupación». 

Obsesionados por su propia seguridad, cegados por la soberbia, favorecidos por el amparo imperial, poseídos por la paranoia del amenazado que se cree y se ve rodeado de enemigos, no toman en cuenta al otro, no dialogan ni aceptan puntos de vista distintos. Ni siquiera se plantean el derecho de los palestinos a la autodeterminación, a la existencia de un Estado libre, independiente y soberano. 

Se ha intentado un psicoanálisis del drama palestino como víctima irredenta. Pero igual se podría psicoanalizar la mentalidad judía.  Porque existe una patología del poder israelí. La antigua víctima ha introyectado la figura del verdugo. En un trágico cambio histórico de papeles y de actores, los judíos se han convertido en victimarios. Hoy aplican contra otros la  noción de culpa y de castigo colectivo que los nazis aplicaron con crueldad en aldeas y ciudades europeas. Acude a mi memoria la tragedia de Lídice, la aldea checa masacrada por los nazis como represalia por el atentado en Praga que costó la vida a Heydrich, protector de Bohemia y Moravia. Castigo colectivo: castigar a una población civil entera, escogida fríamente y al azar, por las acciones de la resistencia; castigar a  un pueblo por darle el voto a Hamás o por apoyar a Hezbolá.   Nada parece más cierto: cuando los judíos actúan como nazis, se convierten en nazis.  Si durante siglos se enfrentaron a la amenaza del exterminio y debieron luchar por la supervivencia, hoy obligan a otros (palestinos, libaneses) a enfrentarse también a la amenaza del exterminio y a luchar por su propia supervivencia. No es un secreto que el alto mando militar y la dirigencia política israelíes ya se han planteado la «solución final» al problema palestino.

La tradición judeocristiana enseña que la muerte deliberada de gente inocente siempre es asesinato. En Qaná hubo muerte deliberada de gente inocente y ataque indiscriminado a civiles indefensos. Los israelíes deberían ser confrontados con su propia tradicional moral y su memoria histórica. Si los horrores nazis y las atrocidades de las tropas norteamericanas en Vietnam son absolutamente equiparables, ¿qué decir de las atrocidades israelíes contra los palestinos? ¿Qué más hace falta para que ellas sean equiparables a los horrores nazis?

En el fondo todo es una farsa, una farsa cruel, dolorosa y sangrienta.  El trasfondo del problema es esencialmente moral: radica en aplicar un doble rasero, absolutamente injusto y arbitrario, en utilizar dos códigos morales, dos reglas diferentes con dos países, dos naciones, dos pueblos. En el conflicto palestino-israelí, Occidente y la comunidad internacional aplican una doble moral.  Se reconoce el derecho de Israel a la autodefensa, pero no el de Palestina a su propia existencia.  Se cuestiona la  resistencia palestina contra la ocupación, pero no la ocupación misma como raíz del conflicto.  Israel tiene pleno derecho a proteger su seguridad, pero Palestina no lo tiene a la libertad, ni a la vida.  Se condena el terror insurgente de Palestina, pero no el terror de Estado de Israel.  ¿Cómo podemos aceptar que el doble rasero para juzgar las acciones de partes en conflicto siga siendo la norma moral vigente en el derecho internacional?  ¿Cómo podemos llegar a una paz justa y verdadera si aún mantenemos culpables favoritos?

Fidel Munnigh es filósofo y profesor en la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD).

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