El canario en la mina

El canario en la mina

PAULO HERRERA MALUF
Los mineros, que siempre han trabajado en condiciones poco envidiables, solían llevar en sus incursiones a las profundidades de los túneles a un canario en una pequeña jaula. La avecilla, mucho más sensible al enrarecimiento del aire que los trabajadores, era usada como un sistema de alerta contra la asfixia: su muerte les avisaba a los mineros que el aire no tenía suficiente oxígeno y que debían suspender de inmediato sus labores y salir a la superficie.

 De igual manera, las democracias tienen sus propias señales tempranas de deterioro estructural. A diferencia del trabajo en las minas, que no perdona el más mínimo error, las democracias son lo suficientemente nobles y flexibles como para enviar varios avisos sucesivos antes de su desplome final.

El primer canario muere cuando se empobrece el aire del sistema político. Esto es, cuando los partidos políticos se devalúan consecutivamente, al punto que se hace difícil distinguir a uno del otro; cuando se subastan entre ellos a tránsfugas – sin valor pero con precio – que se venden descaradamente como putas; o cuando los partidos se destejen al extremo de convertir a personajes de ópera bufa en aspirantes a la Presidencia. Cuando eso sucede, los actores de la democracia deberían apresurarse a rescatarla.

Si el instinto de conservación del sistema democrático no logra superar a la voracidad sectaria, que buscará sumarse poder a como dé lugar, entonces muere el segundo canario. La población se harta y expresa su desencanto con decisiones electorales radicales, basadas mucho más en el rechazo a los incumbentes que en una afirmación de apoyo a un programa de gobierno.

Así, la alternancia en el poder – más que un traspaso pendular entre fuerzas políticas diversas – se convierte en una destrucción de capital político mucho más acelerada que la capacidad de regeneración del sistema. En pocas palabras, los partidos se van quemando cada vez más, por turnos. Cuando eso sucede, la democracia está en serio e inminente peligro.

Entonces, llega el turno al último canario. La señal llega cuando los outsiders de la política – que siempre están pululando como buitres – se sienten lo bastante cómodos como para salir al ruedo, y cuando sus discursos dejan de sonar absurdos. Cuando los ex-generales cambian el uniforme por el traje de calle y se sientan debajo de la mata a esperar que les caiga el mango en las manos, con la confianza plena de que la torpeza de los mal llamados profesionales de la política hará que así sea.

Saben bien, estos hijos de la tormenta, que eventualmente el caos clamará por orden. Un nuevo orden. Que es exactamente lo que ellos venden. La ilusión de un nuevo comienzo en una nueva página, a un precio que por alto que sea siempre parecerá menor que el costo del desorden.

Cuando eso sucede, cuando estas opciones no se destruyen por el peso de su propia estulticia, significa que la democracia pende de un hilo fino y gastado. Puede ser, incluso, que sea ya demasiado tarde para salvarla. Bastarán un par de pequeños desencantos más, un par de gotas más para rebosar la copa y completar el desmoronamiento de todo el tinglado.

Se nos asfixia la democracia. El último canario está a punto de morir. Si queremos que nuestra democracia – tan imperfecta como necesaria – sobreviva, tenemos que correr. Se nos acabó el tiempo.

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