El cementerio de la avenida Independencia, desastre tras el desastre

El cementerio de la avenida Independencia, desastre tras el desastre

POR MIGUEL D. MENA
Hay que tener el corazón en la mano para ir al Cementerio de la Avenida Independencia. El primer cementerio de Santo Domingo se sigue cayendo a pedazos.

Ciertamente las autoridades han ordenado desyerbar. Se han pintado de blanco algunas tumbas –como la de los combatientes constitucionalistas, cuyos nombres en esa fosa común se pintan a mano, cada dos años, según se descascare.

¡Todo mundo recuerda la Revolución de Abril y mientras tanto el nombre de Jacques Viau y de algunos de sus compañeros más infelices se sigue escribiendo a mano!

El Cementerio de la Avenida Independencia fue la herencia más importante en términos urbanísticos –junto al Palacio de Borgella-, que nos dejó la Ocupación Haitiana (1822-1844).

¡Más de 160 años y toda el agua y los avatares caribeños no han podido deslucir esas tumbas!

Y sin embargo, he aquí que cualquiera puede venir y romper tarjas centenarias, hacer de ellas utensilios para un cocinado o vaya usted a saber qué.

Lo primero que recibe al deudo o al curioso es un trabajador que se sabe el Cementerio de memoria y que lo asume como si fuese su propia casa. Cuando le preguntamos –siempre le preguntamos- que por qué tiene tantos perros, nos advierte que sólo gracias a ellos es que se puede mantener un poco el orden de semejante lugar.

¡Un solo empleado para un cementerio! Quizás habrán más de cinco, pero no los conozco. Sólo veo siempre al mismo empleado y su manada de perros, cada vez mayor.

Y veo también los sábados cantidad de gente.

Y hay música.

Y hay comida.

Y hay más perros cuidando, durmiendo, procreando, buscando comida, escondiéndose detrás de cualquier cruz, clavándote los dientes si osas ir más allá de una tumba donde se lee “Miguel D. Mena”.

Y en el recuerdo están las tumbas de los judíos de la primera república al fondo, a la derecha, si es que entras por la Avenida Independencia –única entrada.

También están lo catalanes, los ingleses, a la derecha, los angelitos, la tumba de Luisa Ozema Pellerano, joya de nuestra escultura, que comienza a ser pasto de los grafitos y la basura que le cae de la Avenida porque no siempre se tiene consciencia del valor de este espacio y la ciudad lo considera como una zona negra.

Tremendo error que fue a principio de los 80 el desmontar las viejas paredes de este recinto y permitir su intervención directa desde lo externo.

El Cementerio de la Avenida Independencia conservó la memoria histórica de los habitantes de esta ciudad y su historia desde los haitianos hasta 1965.

Pero el imaginario urbano, y peor aún, sus instituciones, se resisten a asumir este espacio como parte de la vida de la ciudad.

Aquí están nuestros artistas, lamentablemente esfumados, como la tumba de Abelardo Rodríguez Urdaneta, quien por más de cincuenta años conservó una de las tarjas más originales: “Abelardo, 1870-1930”.

De Abelardo, nuestro primer gran artista, sólo quedan las verjas y una funda del Ayuntamiento del Distrito Nacional.

¿Dónde están las instituciones? Pienso en Patrimonio Monumental, en el Ayuntamiento, en la Academia de la Historia, en la Secretaría de Educación, en las universidades, en los arquitectos, urbanistas, sociólogos.

Se me dirá que si ni siquiera se le hace caso a los vivos, mucho menos a los muertos se le hará.

Espacios como éstos deben ser asumidos desde la pluralidad de sus sentidos.

En este cementerio no sólo hay féretros.

Me imagino a grupos de estudiantes de arquitectura advirtiendo los usos del espacio, el sentido de las tumbas; a los historiadores del arte rescatando el legado de tantas esculturas valiosas, de letras románicas, art nouveau. A los interesados de la historia valorando las inmigraciones que dejaron aquí sus huellas, a los socios de las logias que dejaron testimonio de su fe, a las víctimas de las guerras.

El Cementerio de la Avenida Independencia está todavía por ser descubierto, valorado, pero sobre todo, ¡cuidado!, ¡conservado!

El Ayuntamiento de Santo Domingo, quien es su administrador, debería considerarlo no solamente desde el punto de vista de la yerba que crece sino del cuidado de sus estructuras.

A cada viaje que anualmente hago, más pesado se hace el corazón que sale.

Cada vez hay más tarjas rotas, raíces que no ceden al mármol, perros que a pesar de lo famélico que aparentan te pegan el diente más crudo.

El Ayuntamiento de Santo Domingo tiene la palabra.

 

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