El derrumbe

El derrumbe

Un individualismo, rabioso, torpe y disolvente, aun no atenuado en lo más mínimo, parece como que marca un ritmo de permanente impulsión en la vida incoherente y tumultuosa del pueblo dominicano. Determina de continuo una especie de anarquía en que naufragan irremisiblemente los más nobles esfuerzos y las más altas aspiraciones. Poseemos una minoría inteligente e ilustrada, pero aquejada también de un muy perturbador espíritu de individualismo.

Las rentas fiscales en parte se malgastan miserablemente en cosas innecesarias creadas por el personalismo político para satisfacer exigencias provocadas por el ansia de lucro o la vanidad pueril de inconformes sectarios. Se ha hablado mucho de enseñanza, hasta se ha declarado obligatoria, pero sin los medios ni recursos necesarios para hacer efectiva tal disposición. Nuestras escuelas, en su mayoría, funcionan mal, sin competente personal técnico, sin modernos útiles pedagógicos, sin locales adecuados.

La falta vergonzosa de sanción se revela en no pocos aspectos de nuestra manera de ser social. Nunca hemos puesto como era nuestro deber cordones sanitarios de desprecio a la multitud de criminales que cínicamente se codea y quiere alzarse hasta la altura de la gente buena y honrada que abunda aquí más de lo que se cree, pero que permanece en actitud de indolente retraimiento como medio de evitarse desconsideraciones y atropellos. Sólo hay una porción de gente que reprueba tales hechos, pero esa minoría se contenta con indignarse en el hogar o en reuniones íntimas, sin decidirse jamás a protestar públicamente ni a ir al periódico, a la asociación, al tribunal para perseguir y hacer condenar a los autores de ellos en nombre del decoro social escarnecido y ultrajado.

He oído muchísimas veces, en conversaciones o discusiones, a personas de relativa cultura, expresar en tono de profunda convicción, como razón contundente, aplastante, sin réplica posible, para justificar actos por todos respectos merecedores de amargas censuras, la consideración funestísima de que tales barbaridades se explican necesariamente por circunstancias del momento que pueden repetirse determinando los mismos pavorosos efectos. El mal, así se le engalane y acicale, es y será siempre el mal. Una barbaridad del pasado jamás justificará una barbaridad del presente.

Y como corona de tales deficiencias, flor negra y pestífera, la corrupción más envilecedora y disolvente. Profesionales, artesanos, agricultores, impulsados acaso en el primer momento por un sano y noble propósito de bien público, dejaron sus respectivos honrosos medios de vida para en puestos diversos contribuir a la pacificación del país; pero poco a poco, insensiblemente, se fueron aficionando a una vida que les permitía el disfrute de goces de cierto género, la voluptuosidad del mando, los halagos de la vanidad, y ya por ningún concepto quisieron volver a las asperezas de sus antiguas respectivas faenas. Se convirtieron en políticos profesionales prestos a todas las humillaciones, a todos los servilismos, a cometer todas las crueldades que se les indicase de lo alto, con tal de no abandonar una vía que fácilmente podían alcanzar la satisfacción de menguados apetitos personales. Y como el mal ejemplo consagrado por el éxito es siempre contagioso, el número de políticos que pretendía sostenerse holgazanamente del presupuesto fue siendo cada vez mayor.

Crearonse, para satisfacer tales demandas, nuevos innecesarios puestos públicos. Y el ansia desbordante de lucro y de rapiñas, la oleada de la corrupción fue creciendo, creciendo como gigantesca inundación que amenaza cubrirlo todo con el empuje desordenado e incontrastable de sus aguas. Los que derrochaban una fortuna ganada en la política, no se resignaban a volver a su bufete profesional o al taller hacía tiempo abandonados, sino que tornaban con nuevos mal empleados bríos a reponer lo perdido buscándolo siempre con relativo éxito en el fondo de las esquilmadas arcas públicas.

(Lo anterior fue escrito hace casi un siglo por Federico García Godoy y está contenido en una obra intitulada “El derrumbe”, prohibida y quemada por los invasores norteamericanos de la primera intervención de 1916-1924 y que posteriormente prologaría Juan Bosch. Estoy seguro que muchos de nuestros valientes jóvenes dominicanos indignados de hoy, de esos miles que limpian nuestras playas contaminadas, son observadores electorales o luchan por el 4% de la educación, sentirán que cualquier semejanza con la realidad dominicana actual no es pura coincidencia).

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