El incidente

El  incidente

Cuando alguien reporta la lectura de una columna el júbilo asoma. Si aumenta la reacción, la satisfacción existe, aunque se perciba que el interés, el repudio y también el elogio conlleven la fugacidad condigna. El entusiasmo efímero que ahora es paradigma. Época de la emoción urgente, de la desinformación miserable y expandida que hunde o exalta sin contemplación ni límites. Es la perenne vigencia del estilo Goebbles y la vileza del Foro Público que se multiplica sin bridas ni reparos, aunque no existan prestanombres, como otrora.
La columna de la semana pasada, “19 de Junio y Tulio Arvelo” indujo reencuentros, preguntas, insinuaciones. Su contenido permitió conmovedoras muestras de sinceridad. Cincuentones que confesaban ignorar lo ocurrido el 19 de junio de 1949. Y, como siempre, reclamos. ¿Cuál fue ese “incidente” que mencionas e involucra a Kunhardt? Por qué no explicas eso? Quizás el error fue asumir que las personas que leerían el artículo conocían prolegómenos y detalles del relato. “Incidente” primero conocido por el rumor familiar, por el balbuceo del dolor en las terrazas, en los corredores del afecto imperecedero. Ese lamento en el parque de la infancia puertoplateña. Calamidad acallada tras miradas y secretos. El drama, más allá de la pérdida del hijo, del hermano, del novio, del cuñado, del tío. Esa imagen detenida en una foto que retaba la pena y permitía el orgullo por el arrojo del pariente. Después, el incidente tuvo dimensión épica gracias a la investigación y el interés. La mención del mismo obedeció a la presunción de cosa juzgada, sabida, que tanto engaña. En el trabajo precedente consta: “Y a partir de ese momento los errores que pautaron la partida del “Catalina” se multiplicaban cada segundo. El incidente entre Hugo Kunhardt y el capitán Ramírez, nicaragüense, fue presagio de lo peor”. Es el momento del desembarco, la llegada a la Bahía de Gracias, en Luperón, de los 12 hombres que conformaban una de las expediciones que pretendían enfrentar la tiranía. Ese domingo, el grupo bajo el mando de Horacio Ornes Coiscou, había previsto la ocupación de la Oficina de Correos y Telégrafos del poblado. Hugo Kunhardt González, puertoplateño, como el comandante, tenía la encomienda. Conocía los predios porque su padre era un terrateniente de la zona. El azar dispuso, que estuviera en una de sus fincas, mientras su hijo agonizaba, cuenta Ornes en Desembarco Luperón.
La miopía del joven ingeniero, merecedor de una beca en Harvard por sus excelentes calificaciones, siempre fue un escollo evaluado por sus compañeros. Rumbo al objetivo, escuchó una voz que no pudo identificar y disparó. Hirió al compañero nicaragüense y este respondió. Las heridas de Ramírez fueron mortales. Reyes Valdez, estudiante de medicina, expedicionario también, examinó a Kunhardt. Dictaminó que podía salvarse pero requería cuidados especiales. Trasladaron al herido hasta el interior del hidroavión para calmar las molestias y detener la hemorragia que las heridas, en el codo y en el estómago, produjeron. Lejos estaban de otra tragedia que acechaba. Ese fue el “incidente”, lo narra Arvelo en sus libros, también Ornes. Adentro del hidroavión estaban Kunhardt, Reyes Valdez y el costarricense Alfonso Leitón. Los otros, ocho, afuera, se esforzaban para evitar que la nave encallara. Entonces, la adversidad se esmeró, desde un guardacostas las ráfagas de ametralladoras, provocaron el desastre. Aterradora la visión. Ardía la nave y se quemaban los sueños. En los rescoldos estaba el esfuerzo, la ilusión. En las cenizas, la identidad. Las olas lamían los pedazos de aluminio y de hierro como sus heridas las bestias.
El historiador Roberto Cassá afirma que aunque Luperón demostró que se podía enfrentar a Trujillo con las armas, “la abortada tentativa expedicionaria, contribuyó, en cierta manera, a consolidar a Trujillo, aunque fuera solo en la instancia moral, pues le permitió presentar una imagen de invulnerabilidad, reafirmada por el referido equilibrio favorable a él en la cuenca del Caribe. (Conferencia ADH 18.6.2011). Dos horas en tierra dominicana pautaron el fracaso. Hubo rabia, impotencia y desolación. Tiempo para llorar habría después.

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