El último romántico

El último romántico

POR LEÓN DAVID
“Eres un romántico incurable”… Cuántas veces habré escuchado pareja exclamación en boca de los amigos; provocada, acaso, porque mi conducta o mis palabras no se avenían con la imagen que ellos gratuitamente se forjaron del que estos vacilantes renglones emborrona.

Obviamente, -el gesto de repudio y el tono zumbón así lo delatan-, quienes de semejante guisa me interpelan no tienen en mira aludir al goce feraz que en mí despierta siempre el numen torrencial de Beethoven, el apasionado colorido de la pintura de Delacroix o el planto dulce y melodioso de Gustavo Adolfo Bécquer. Si algo me atrevería a apostar es que nadie, al endosarme el estigmatizador membrete de “romántico incurable”, procura execrar mis preferencias artísticas, ni se escandaliza de mis literarias propensiones. Intuyo que lo que tienen en mente cuando por ese modo se expresan, es condenarme por exhibir, de manera recalcitrante y complaciente, dos vergonzosas lacras, a saber, la absoluta torpeza que demuestro al lidiar con los asuntos prácticos de la cotidianeidad, y la no menos funesta inclinación a imaginar que hay ciertos ideales por los que vale la pena combatir y, llegada la ocasión, hasta sacrificar la vida.

En efecto, si mi corazonada da en el clavo, cuando los preocupados amigos a que he hecho referencia me aplican la etiqueta de romántico enfermizo, su intención no es otra que poner de relieve ciertos enojosos rasgos de carácter que advierten en mi persona, los cuales me impelerían a adoptar incómodas posturas divorciadas de la realidad, cuya secuela ineludible es generar conflictos innecesarios con aquellos a quienes el azar –veleidoso e imprudente- tuvo la calaverada de colocar por mis embarazosas vecindades.

Siempre que no peque de errónea mi interpretación, fuerza será convenir que en labios de censores como los aludidos, el vocablo “romántico” designa poco más o menos la misma idea que no sin jocosa vistosidad proclaman locuciones del cariz de “no tener los pies sobre la tierra”, “andar con la cabeza llena de alas de cucaracha”, “creer en pajaritos preñados”, “habitar en las nubes”, etcétera.

En suma, de resignarnos a tan irrevocable dictamen, el romántico sería un individuo carente por completo de habilidades para sobrevivir en la pragmática y nada filantrópica sociedad contemporánea, rara avis que los ventarrones de esta desalmada época tardo-moderna con su furia implacable se llevarán consigo.

Y no sin aprensión constato que lucen sobrados de fundamento los contertulios que en ese tenor me recriminan. Tiempos son estos -¿habrá quien me desmienta?- sometidos a la férula de la economía de mercado, uncidos a la idolatría del consumo y el dinero. El mandato crematístico se proyecta y extrapola a todos los ámbitos y dimensiones de la existencia, sin excluir las estancias arcanas del espíritu. El frenesí mercurial, el arrebatado anhelo de poseer cosas cuyas bondades la publicidad pregona hasta el cansancio, sirviéndose con exquisita pericia de imágenes seductoras y elocuentes palabras, va despojando a la persona de su humana densidad, los vacía de sustancia al extremo de trocarlas en frágiles y quebradizos cascarones, sombras apenas de lo que los términos “hombre” y “mujer” pretenden designar. Henos aquí en plena era de la trivialidad, quiero decir, de la intrascendencia. Lo único que cuenta es la satisfacción de las necesidades primarias, el desfogue de los impulsos instintivos. No es menester el acopio de conocimientos portentosos ni tampoco hace falta erudita y detenida exégesis para apercibirnos que la hegemonía universal del orden pecuniario que hogaño padecemos, sólo atina a prosperar cuando, con la aviesa intención de movilizarlos, se apela con desesperante tozudez a los más elementales y groseros apetitos del animal humano. La expectativa de goces vinculados con la nuda sensualidad en el nivel primario de lo fisiológico, al verse hipertrofiada y manipulada por los medios de comunicación (a los que no puede dejar de recurrir el sistema económico de libre mercado en su febril propósito de moldear nuevas camadas de consumidores y acumular ganancias), tan mañosa explotación de las atávicas pulsiones de la carne, repito, tiende a segregar una cultura raquítica, desoladoramente estrecha y aplanada, unidimensional, que hace reposar la totalidad de las aspiraciones, valores, utopías e ilusiones de la población sobre el único pedestal del acrecentamiento de bienes y caudales y sobre el prestigio y poder que de semejante conducta se deriva.

Así las cosas, nada tiene de extraño que, desde los postulados del lucro y del insaciable hedonismo a los que el grueso de la gente ha sucumbido, se tilde de romántico a quien, en los albores del nuevo milenio, todavía se empecina en levantar los anticuados principios de la sencillez, la moderación, la frugalidad; a quien se consagra a hacer ondear la oriflama del amor al arte grande, a la noble literatura, a la sosegada meditación de los filósofos señeros; a quien ostenta contra viento y marea la divisa de que el mundo puede mejorar y escapar el hombre, si a ello se determina, de las garras del prejuicio, la estolidez y la frivolidad.

Porque tal es mi convicción y a ella respondo me echan en cara los amigos un trasnochado romanticismo, dolencia grave de sombrío pronóstico para la que ninguna farmacia expende medicina… ¡Qué le vamos a hacer! Que siga cada cual por su camino. Mi rumbo no lo torcerán burlas ni anatemas, aunque sea el precio a pagar quedar sin compañía y comprobar con estupor una vaga mañana de un día cualquiera que soy, ¡válgame Dios!, el último romántico.

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