El manifiesto del golpe de Estado constituyente

El manifiesto del golpe de Estado constituyente

“Vivimos en un estado de excepción”. Así arranca la segunda oración del denominado “Manifiesto Ciudadano III”, con el subtítulo “El futuro florece en nuestras manos”, de fuerte aroma maoísta, reminiscente de la “Campaña de las Cien Flores” (1956-1957), en la que el líder del Partido Comunista chino Mao Tse-tung alentó –para luego ferozmente reprimir- las críticas al régimen que presidía, bajo el lema “permitir que 100 flores florezcan y que cien escuelas de pensamiento compitan es la política de promover el progreso en las artes y de las ciencias y de una cultura socialista floreciente en nuestra tierra”. No escapa al observador el aire de familia entre esta lacónica y tajante proclamación contenida en el referido Manifiesto y esta aserción de Walter Benjamin: “La tradición de los oprimidos nos enseña que el estado de excepción es la regla […] Entonces estará ante nuestros ojos, como tarea nuestra, la producción del verdadero estado de excepción; y con ello mejorará nuestra posición en la lucha contra el fascismo.”
Y es que de eso es que trata el Manifiesto III. De crear el espejismo de que: (i) “la sociedad dominicana atraviesa una crisis orgánica que se manifiesta de forma múltiple: fiscal, institucional, de representación, ética”; (ii) existe un supuesto “vacío constitucional,”; (iii) no hay verdadera democracia; y (iv) prevalece un caos estimulado “por la enfermedad de poder de Danilo Medina” y un sistema político en donde “la dinámica del PLD genera una concentración cada vez mayor de poder e influencia en manos del presidente Medina”. La solución para enfrentar esta falsa crisis, este fantasmal, mítico y evanescente estado de emergencia, es precisamente aplicar la fórmula de Benjamín: “la producción del verdadero estado de excepción”.
Pero… ¿cómo se logra crear este verdadero estado de excepción? Los firmantes del Manifiesto lo confiesan sin rubor alguno: amparados en un inexistente vacío constitucional, supuestamente producido por la carencia “de procedimientos que permitan poner freno a los gobernantes en el intermedio de los períodos electorales”, se decantan desvergonzadamente por exigir como “prioridad política del momento” el desmonte del “andamiaje institucional” de una “dictadura de la impunidad” que pretendidamente “bloquea la existencia de un verdadero Estado de Derecho y una democracia real”. En otras palabras, los firmantes del Manifiesto reclaman someter el cuerpo político de la nación a un coma inducido, terminar anticipadamente el mandato constitucional y democrático del presidente Medina, mediante una inconstitucional revocación del mandato presidencial, disfrazada de “acuerdo ciudadano-político”, y llamar a elecciones presidenciales y congresuales inmediatas. Como legítimo precedente de este despropósito constitucional, citan el Pacto por la Democracia de 1994, mediante el cual se convino el recorte del mandato presidencial, olvidando que aquel quebrantamiento de la Constitución se justificó en un verdadero “trauma electoral”, que precipitó un real conflicto político y una verdadera crisis y que justificaba la disminución del período presidencial de Joaquin Balaguer. ¿Se puede afirmar que vivimos en 2017 tiempos de crisis como los vividos en 1994 -cuando estuvimos en verdadero peligro de desaparición de la democracia, a causa del afán de la claque balaguerista de perpetuarse a troche y moche en el poder- que ameriten una reforma constitucional para alterar la voluntad popular expresada súper mayoritariamente a favor de Danilo Medina en mayo de 2016? Obviamente que no.
Sin embargo, el Manifiesto insiste machaconamente en la necesidad de desmontar el andamiaje de la democracia constitucional en que vivimos, para lo cual se requiere la operación de cirugía mayor de una profunda e innecesaria reforma constitucional. Por eso, con la mayor naturalidad -como si viviésemos en los tiempos inocentes, cuando se pensaba que la asamblea constituyente popular representaba el ideal máximo de la democracia ciudadana, ignorándose el código genético absolutista de la misma, que se remonta a Rousseau, Sieyes y Schmitt, y que hoy se manifiesta claramente en el desastre constituyente venezolano, repudiado por la mayoría de los países de nuestra América-, se propone una constituyente que desarme las instituciones democráticas vigentes, partiendo del falso pero extendido entendimiento de que una constituyente no es poder constituido, sujeto al ordenamiento constitucional en vigor, sino verdadero poder originario, que no obedece a límites constitucionales, como arguyen los juristas defensores de este pernicioso mito de que una constituyente es omnipotente y solo entendible en términos políticos pero no jurídicos. Se ignora adrede así que tanto la asamblea revisora como la asamblea constituyente son hermanas de padre y madre, pues son poderes constituidos que parten –contrario al referendo constitucional- del mismo prejuicio anti democrático y anti popular: el pueblo no puede ni es capaz de dotarse de su Constitución y tiene obligatoriamente que elegir representantes para que la hagan por él. Y lo que es peor: esta constituyente “popular” -que no se concibe como poder constituido de reforma constitucionalmente encuadrado, sino como poder originario, supra jurídico, revolucionario y absoluto-, conduce directamente al “golpe de Estado constituyente” (Allan Brewer-Carias), en donde la asamblea constituyente, más que hacer una Constitución, usurpa total y descaradamente los poderes constituidos elegidos libremente por el pueblo y se transforma en poder ejecutivo, poder legislativo y poder judicial del país, como ocurre actualmente en la sufrida y muy querida hermana república de Venezuela. Estamos frente a un movimiento (i) claramente populista, pues divide “la sociedad en dos campos” (Ernesto Laclau) de amigos y enemigos (anti y pro impunidad)-; (ii) profundamente conservador –ya que no apoya las principales causas sociales progresistas (aborto, derechos de desnacionalizados, inmigrantes y minorías, lucha contra el populismo penal, derechos del trabajador frente a la flexibilización laboral) y se decanta por etéreos y vacuos “significantes vacíos”-; y (iii) netamente autoritario, en cuanto promueve el adanismo, combinado con el buenismo, como sustituto del partidismo y previo paso al mesianismo.

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