El oro, Borges y Frank Moya Pons

El oro, Borges y Frank Moya Pons

En 1972, consciente de la inexorable ceguera que le acompañará hasta su muerte catorce años más tarde, Borges publica en el volumen “Obras completas 1923 – 1972” El oro de los tigres, uno de sus imperecederos poemas en el que abundan referencias mitológicase intertextos esparcidos a través de 22 versos libres. El ensayista y también poeta mexicano Mario Bojórquez ha identificado en ellas pistas de Paul Celan, Rilke y William Blake indicando además que El oro de los tigres “precisa en su clara factura poética (…) la terrible noción de que vivimos encerrados en una ergástula sombría y que solo los ardidos huecos que los barrotes permiten a la luz, son la única oportunidad que tenemos de observar el mundo”. Rica y pletórica de simbolismos es esta afirmación, tanto como lo que el lector podría percibir al leer por cuenta propia cualquiera de los versos que conforman el poema aludido incluyendo el siguiente fragmento: (…) con los años fueron dejándome los otros hermosos colores / y ahora solo me quedan la vaga luz, la inextricable sombra / y el oro del principio. / Oh ponientes, oh tigres, oh fulgores del mito y de la épica / oh un oro más precioso, tu cabello / que ansían estas manos.
El oro (símbolo Au, del latín aurum, brillante, amanecer) es el elemento químico asignado con el número atómico 79 dentro del grupo 11 de la tabla periódica; está caracterizado por una densidad, ductilidad y maleabilidad propias que no permiten sea imitado con facilidad ni que tampoco sufra desgaste. Generalmente se encuentra en estado puro en forma de pepitas o depósitos aluviales y resulta de reacciones de alta energía que acontecen en el núcleo de las supernovas; está considerado el metal más maleable y dúctil que se conoce además de ser altamente resistente a los químicos y a la corrosión. La producción aurífera mundial batió un récord en 2014 al alcanzar 2,860 toneladas métricas extraídas en múltiples países incluyendo los tres productores mayores: China, Australia y Rusia.
La historia del oro se remonta a las primeras fundiciones egipcias 5 mil años atrás de las cuales queda poca evidencia, así como a elaborados artefactos de enterramientos milenarios encontrados en la necrópolis de Varna en la Bulgaria contemporánea y en otras regiones de Europa central. Íntimamente conectado al poder económico, al valor especulativo de lo material y símbolo de vanidad, desde los tiempos inmemoriales el oro se constituyó en el instrumento de intercambio financiero por excelencia a través de las monedas acuñadas con tal propósito. Entre las primeras estuvieron las del rey Creso, en el territorio de Lidia en la actual Turquía correspondientes a la segunda mitad del siglo VII antes de Cristo, así como el yin yuan de las antiguas civilizaciones chinas.
El oro alcanza la cúspide de su valor representativo a partir de la creación del Patrón oro (el Gold Standard) por el Imperio Británico en el año 1717, gracias a las ideas de Isaac Newton. Este consistía en la asignación de un costo relativo, un ratio entre el precio del oro y la plata que desde el inicio se estableció de 16 a 1. Este acuerdo sirvió de respaldo a las economías de la mayoría de naciones durante más de 250 años hasta que en 1976 es liberalizado sustituyéndole un sistema fluctuante del precio de la onza de oro que ha variado entre US$200 y US$1,800. Dentro de los múltiples factores envueltos en su cotización, el más importante siempre fue el hecho de que las reservas auríferas son constantes ya que, simplemente, el oro no puede manufacturarse.
Sorprende la amplia gama de usos y aplicaciones que a través de los tiempos ha dado el hombre a este metal: desde las supersticiones medievales que proponían su utilidad para frenar el envejecimiento; su aplicación en contra de la peste negra a manos de los alquimistas; como fármaco contra la artritis reumatoide y ciertas formas de cáncer; y en la tecnología de comunicaciones gracias a su alta conductividad. Mas, sobre todo, el oro ha dominado la sociedad pre moderna y moderna como valor especulativo dentro de las economías pre-capitalistas y capitalistas, y como uno de los más importantes subproductos del ejercicio de la vanidad: la joyería, la cual se traga más del 50% del oro mundial sobre todo en los países del Lejano y Medio Oriente.
Sirva esta brevísima (y casi pretenciosa) nota para enfocar la atención del lector en una obra de reciente publicación que literalmente ‘aterriza’ los avatares sufridos por este metal en los confines de nuestro país incluso desde tiempos antes que nos constituyéramos en República. Se trata del más reciente trabajo del reconocido historiador Frank Moya Pons, “El oro en la Historia dominicana”, interesante y sólido documento publicado por la Academia Dominicana de la Historia que, en sus 400 páginas, cuenta muchos de los infortunios que como nación hemos sufrido a través de siglos de dominación.
En su ya acostumbrado lenguaje llano, Moya Pons atrapa al lector narrando, con amplia documentación y sin el a veces aburrido esquema didáctico del académico, cada una de las etapas en que el oro se hizo protagonista de la sociedad civil, del quehacer político o de la actividad económica estatal, privada y transnacional en la República Dominicana. Tres grandes capítulos unen tal aventura ensayística: el primero dedicado al oro en los inicios de la colonización europea, seguido por “Buscando oro por todas partes”, segmento que narra lo acontecido entre los siglos XVII y XX con particular énfasis en el trujillato, y finalizando con un fajo de detalles de más reciente naturaleza incluidos en la tercera parte titulada “La historia de Pueblo Viejo” como son la Rosario Dominicana, Barrick Gold y el cúmulo de maniobras políticas, partidaristas y mediáticas referentes al oro dominicano transcurridas en el periodo posterior a la caída de la dictadura.
El autor indica en el prólogo de la obra que la historia del oro en nuestra isla data de más de 500 años, empezando con los esfuerzos de los españoles para sustraerlo de la población taína a través del trueque engañoso de baratijas; continuando con su posterior esclavización para explotar la extracción en las riberas de los ríos y tierras montañosas, y con el ulterior uso de esclavos africanos luego de la desaparición de casi toda la población indígena. Afirma Moya Pons, además, que existe otra historia del oro dominicano hasta ahora contada solo parcialmente: la minería artesanal, que utilizando bateas para el lavado de arenas y lodos auríferos sobrevive hasta nuestros días en muchas comunidades del territorio nacional.
Es notorio al leer las páginas de este libro que el redescubrimiento de las minas de Cotuí en 1947 estableció un antes y un después en la historia del oro dominicano, hecho expresado en el posterior inicio de la explotación de dichos recursos a manos de la empresa privada y no del dictador, empezando con la emblemática Rosario Dominicana S.A., consorcio que introdujo al país la industrialización de la minería aurífera y que provoca, al igual que su homóloga canadiense Barrick Gold, una verdadera revolución sociopolítica que desafió al estamento gubernamental y a las fuerzas vivas del país que reclamaban, de seguro sin recordar mucho a Cristóbal Colón, parte de lo que la Hispaniola había parido para el disfrute de sus hijos.

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