Mi artículo de la semana pasada, “Judas, S. A.”, me ha acarreado muchos inconvenientes teóricos. He recibido una enorme cantidad de comunicaciones objetando el tratamiento a la figura de Judas, especificaciones de carácter histórico religiosas que irremediablemente el personaje de Judas arrastra consigo. Judas es un relato bíblico dialécticamente ligado a Jesús, y que la literatura universal ha estereotipado. Es el traidor por excelencia, el inconsecuente, el marcado, el que carga la culpa inimaginable de haber entregado al hijo de Dios. En nuestro país ya no se celebra como antes, pero en el fin de nuestra Semana Santa, el llamado “Sábado de gloria”, quemar al Judas era una ceremonia catártica que nos purificaba, y que nosotros realizábamos como un rito frenéticamente divino. Incluso en los barrios los muchachos nos esmerábamos en la confección de nuestro Judas, porque había una competencia entre las distintas demarcaciones barriales de la capital. Verlo arder, vibrar bajo el resplandor del fuego de ése traidor universal, nos regocijaba de tal manera que una de las cosas inolvidables de nuestra infancia es ese escandaloso crepitar de las llamas. Del que se desprendía como un signo puro la legibilidad perfecta de la justicia divina.
Pero todos sabemos que la Biblia es ella misma una obra literaria, constituida por la historia de numerosos personajes marcados por la fuerza de los hechos, y que muchas de sus figuras son a su vez personajes literarios que han trillado su propio camino en el imaginario de la cultura occidental, y asaltado la creatividad de los autores. Durante muchos años enseñé literatura en la universidad, y podría citar los diversos episodios y el ciclo de historias de Jacob o de Joseph, la figura de Caín y Abel; Abrahan y Judith, Salomón y David, etc. Son innumerables los referentes sobre los cuales el imaginario popular ha configurado historias provenientes de los textos bíblicos; igual que imágenes célebres tal como la Torre de babel, el signo de la paciencia de Job, y muchos otros. Pero Judas es, después de Jesús, el personaje bíblico por excelencia para nutrir la imaginación desbordada de los escritores.
Hay una hermenéutica bíblica que ha discutido miles de maneras de interpretar los textos sagrados, y yo conozco bastante propuestas de lectura del papel de Judas. Hace poco presenté el libro del sacerdote amigo Jit Manuel Castillo titulado “Apócrifos de Judas Iscariote”. Un libro provocador a pesar de ser escrito por un sacerdote porque en sus páginas Judas acusa a Jesús de no asumir hasta las últimas consecuencias su propia teleología, y le increpa por no adoptar la lucha armada como recurso contra quienes lo persiguen. Un Judas diferente, casi inconsecuente con su papel porque el acto del cual él se exculpa, la traición, es la negación de la acción. La guerra es acción, confrontación; la traición es renunciar a la acción. Una conducta extraña al personaje de Judas la narrada por el sacerdote Jit Manuel, porque después de la muerte de Jesús, Judas será un ser cercado por sus propios fantasmas.
El caso es que escribo estas notas para responder a los numerosos amigos que me han escrito defendiendo o vindicando la imagen de Judas; y los que me han criticado que lo invoque en el escenario político dominicano actual. Y porque he querido que sepan que yo sé que la hermenéutica ha sustentado un filón considerable del papel de Judas en el sentido teleológico de la misión de Cristo. Estaba escrito que Jesús sería traicionado, y entregado a la soldadesca. Vendido por treinta monedas. El designio era, pues, un edicto sagrado. ¿Y no lo era, también, el medio a través del cual éste se cumpliría? Judas es sin ninguna dudas una gran metáfora del relato de la historia de la cultura occidental, y como tal fue que lo usé en mi artículo “Judas, S. A.” Porque la metáfora es un lenguaje traslaticio, una comparación entre los elementos más resaltantes de un personaje u objeto. Y el propio Leonel Fernández, incluso, se llegó a comparar con Jesús. Es legítimo, por lo tanto, que le brotaran sus Judas. Si todavía se hubiera celebrado el “Sábado de gloria”, los leonelistas tendrían todo el derecho de quemar un Judas con la cara de César Medina, porque las treinta monedas todavía le arden en la faltriquera.