El peligroso elitismo de la voluntad general

El peligroso elitismo de la voluntad general

Desmentido por unas elecciones en donde la oposición alcanzó casi un 40% de la votación y un partido de reciente formación casi llega al 30%, paulatina pero progresivamente el equivocado discurso de la “dictadura de partido único” comienza a ser sustituido por el viejo, prejuiciado y también desacertado discurso de la desconfianza hacia un cuerpo electoral que, en esta ocasión, convirtió a Danilo Medina en el presidente más votado en la historia democrática dominicana, con una súper mayoría de más de un 60% de la votación. Se trata del discurso contra eso que Marx peyorativamente denominó el “lumpemproletariado”, es decir, las “lacras”, “residuos” o “crápulas” sociales, la “plebe”, la “turba”, la “muchedumbre”, la “multitud”, tal como se llama indistintamente al pueblo en ese reaccionario género literario dedicado a la denigración de las masas y que, desde Aristóteles y Platón hasta Taine y Le Bon, lo que esconde, en realidad, es el miedo al pueblo y a la democracia.
Lo que afirma este discurso antipopular es, en síntesis, que “una ‘mayoría’ concurrente a unas elecciones no expresa la voluntad general; una ‘mayoría’ numérica no es portadora de la voluntad general. Si se asume lo contrario de estos dos presupuestos, creeríamos que la democracia es sólo el esfuerzo de los que concurren como votantes a unas elecciones, y no es así. La voluntad general es un pacto social de la colectividad, y transgredirla, quebrarla, fracturarla, es un riesgo, que cuando los pueblos lo corren se hace ineficaz a la democracia. La ‘mayoría’ numérica no puede imponerle nada, absolutamente nada a la voluntad general, y está limitada porque los intereses de todos los ciudadanos son permanentes; la ‘mayoría’ numérica no puede pretender erigirse en una mayoría que pueda limitar los derechos de todo el electorado. El pacto colectivo es un pacto nacional, no es sólo a través de las urnas que se les concede potestades y prerrogativas al pacto colectivo” (Ylonka Nacidit-Perdomo, “’Mayoría’ numérica no es igual a voluntad general”, 30 de mayo de 1961, acento.com.do).
Renace así en suelo dominicano la antiliberal y antidemocrática prédica de Rousseau, para quien la voluntad general no es la simple suma de las voluntades particulares, por lo que las elecciones no son necesarias, ya que la voluntad general puede ser identificada por un soberano o por un líder carismático que, como el caudillo, puede conocer instintivamente dicha voluntad.
Pero, en verdad, el resucitado, más que Rousseau, es Rodó. Para Rodó era preferible un régimen oligárquico presidido por los más inteligentes y los más cultos, que una democracia basada en la igualdad que solo conduce a la “mediocridad” y a la supremacía de “lo utilitario y vulgar”. La sociedad debía seguir un “orden natural” que ordena que únicamente los que son “naturalmente superiores” integren la clase gobernante “natural”. Tan solo debe otorgarse una “igualdad inicial”, para que luego una selección natural a la Darwin y Spencer excluya a los naturalmente inferiores, con lo que se justifica “la subsecuente desigualdad”.
Estas ideas de Rodó penetraron al país de la mano de Enrique Deschamps, a quien le cabe el mérito de haber propiciado la primera impresión de “Ariel” fuera de Uruguay un año después de su publicación original en 1900. Con la honrosa excepción de Pedro Henríquez Ureña, quien muy temprano se distancia de las ideas de Rodó y de una crítica a Estados Unidos que considera hasta cierto punto menos fundamentada que la de “dos máximos y geniales psicólogos antillanos: Hostos y Martí”, el arielismo, tal como afirma Arístides Inchaustegui, unió a los intelectuales en “una especie de credo político cohesionante del movimiento nacionalista que se oponía al invasor yanqui”.
Como bien ha señalado Diógenes Céspedes, no por azar estos intelectuales arielistas “encontraron en la dictadura de Trujillo la realización del Estado arielista: la calidad contra la tiranía del número”, pues “en el arielismo, la justificación del totalitarismo es una posibilidad”, cuando no es posible esa “democracia bien entendida”, que en todo caso excluye al pueblo de participación. Con razón, Peña Batlle justifica la dictadura trujillista afirmando que “la democracia como la entienden y ejercitan algunos países, es lujo que no podemos gastarnos nosotros” y defiende la conculcación de los derechos fundamentales al afirmar que “los métodos de la disciplina, si se quiere hasta exagerados, son imprescindibles en el vivir de los dominicanos”. Y es que, como ha demostrado Euclides Gutiérrez en su libro “Trujillo: monarca sin corona”, el dictador asumió todo el programa del Partido Nacionalista, inspirado precisamente en las ideas de orden, anti partidocracia, nacionalismo y progreso de Rodó, tal como las expone en “Ariel”.

Nuestra historia demuestra que cada vez que se hace primar esa etérea, inaprensible y evanescente voluntad general sobre la concreta y real mayoría “numérica” de los electores individuales, en los hechos lo que prima es la omnímoda voluntad del Jefe, del caudillo, del líder mesiánico, de esa persona que un editorial del periódico “El Diario” de Santiago de 1927 llama sencillamente “El Hombre”, es decir, aquel “que lo sea y diga al pueblo que lo es, y se lo pruebe, para que el pueblo lo aclame y lo siga”, pues “el pueblo está maduro para seguir a un hombre, o con más propiedad aún: al hombre, es decir, al que sea la verdadera encarnación de la conciencia pública”. Una de dos: o aceptamos que, como bien afirma Schumpeter, “la democracia no es sino un método para imponer una voluntad numérica de unos sobre otros”, o cedemos irremisiblemente nuestros preciados derechos a ese “Hombre” capaz de determinar la ilusión, la ficción que es esa voluntad general en cuyo nombre tantos crímenes se han cometido y tantas valiosas vidas se han perdido.

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