EL PRINCIPE DE LOS MIL COLORES

EL PRINCIPE DE  LOS MIL COLORES

Temor, angustia, ansiedad. ¿Qué palabra resumiría mejor aquel momento crucial en la vida de Carmen Dorotea Furúncula Alcatraz, mejor conocida como Venus? La fiesta comenzaría en la noche y su corazón quería salírsele del pecho mientras, por todas partes, reverberaban las canciones de ayer.
Ondeaban las banderas de nuestra juventud: Yuri Gagarin era el primer hombre en el espacio, Fidel Castro impulsaba la independencia de África y la guerra de Vietnam acaparaba los titulares, al tiempo que Los Beatles subían al cielo por una escalera que nacía en un espejismo.
Debía haber, también, tiempo para el romance, cuando oíamos a Sam Coocke, What a wonderful world, al ver pasar a las muchachas de la Plaza España. En especial, las ocoeñas Fátima y Charito, que soñaban con estrenar sus vestidos Chemisse y blusas de Jersey. Y Milín, Zótica y Xiomara, que lucirían faldas de cocaleca, tul y Percal. O brocados con organdí, poliéster y tafetán, combinados con llamativas pollinas en las negras cabelleras. Todas tenían sus caras lindas, sus cuerpos bien proporcionados y un estilo de conquista.
A ella, sin embargo, la belleza no le sentía bien. Era, a decir verdad, un espécimen raro. Algunos creían que había llegado tarde a la repartición de las caras bonitas, por lo que se sentía triste al oir Smoke gets in your eyes.
Mas, ella también quería ir a la fiesta. Se sentía con derecho para ello, pues veía que todos los personajes de sus historietas favoritas venían en pareja, igual por igual: Popeye y Olivia, Porky y Petunia, Tarzán y Jane, Mandrake y Narda. “¿Quién será mi príncipe azul?”, pensaba, “todas tienen el suyo: Luisa Lane, a Supermán; Mimí, al Ratón Miguelito y Verónica a Archie”. Sí, alguien tenía que ir con ella, para estar como Lorenzo y Pepita, Daysi y el Pato Donald o Petunia y Porky Pig.
U otras parejas. Por eso había ido al salón de belleza, donde le pasaron el peine y la tenaza, para ponerla linda… Bueno, para tratar de ocultar “algunos pequeños defectos de fábrica”. “Trucutú y Ulanita”, pensó, “son más feos que yo. Pero andan juntos siempre”. Como toutte les garcon et les filles: tomados de las manos, de dos en dos, compartiendo sus sueños. Sus esperanzas. ¡Sus besos! Ahí recordó a sus favoritos, La Pequeña Lulú y Toby que, a veces, pasaban el tiempo escribiendo Love letter son the sand. Ella estaba allí, tratando de atrapar el misterio.
Juventud había, pero ¿belleza? ¿Dónde se había metido? ¿Por qué se le escapaba? ¿A quién reclamar lo que ella no tenía? ¿Quién podría hacerle justicia? Aquí, miró al cielo y quiso lanzar una oración al viento. Y espero… Y espero… Y espero… ¡Oh! ¡Cuántas promesas fementidas! Al parecer, Dios había tomado su año sabático.
En la esquina, listos para el fandango, estaban los muchachos del Club del Clan, con sus zapatos de dos tonos, pullover y sus relucientes pantalones de fuerte azul, campana: Wrangler, Lee, Levi’s e, incluso, de gabardina y casimir inglés. Ahí estaban José, Chago, Luis Cabeza, Leonel Fernández, Pantaleón, Adriano de la Cruz y César y Salvador Pérez. Ella los miró con ternura. Con pasión. Con desesperación… ¡Y desaliento! A todos los miró. Pero nadie la miró a ella. Por todos se desvivió. Pero nadie se desvivió por ella. Por todos suspiró. Pero nadie suspiró por ella. Y se quedó sola en la esquina de la calle 23 con Peña Batlle. Abatida. Frustrada. Vencida.
Radicaba en su ser un hotel de corazones rotos. Y fue cuando la vi. Me miró como si yo fuera un arrecife y ella una ola de huracán, esperando el impacto: la humillación, el insulto o el desprecio. Todo el barrio tenía en mí su mirada. Yo era el líder. Y, en ese mismo momento, pasaba el coche de Mipai, El cacharrito, como le decían, tirado por dos mulas, que volvía de su faena diaria: vender frutas y verduras: Caimoní, Corozo, Guayaba, Tamarindo, Pomarrosa.
Estaba allí además, junto a una cuneta, una niña hermosa, con afro, de unos ocho años, que me miró sonriendo. Y me señaló el carruaje. No sé que fuerza me empujó pero, ya sobre el Cacharrito, invité a Venus a subir. Los chicos de mi barrio no lo podían creer. Y, antes de alguna reacción, estábamos ya lejos.
Subimos por la calle San Martín hasta el cine Trianón, donde los carteles anunciaban “¿Sabes quién viene a cenar?”. Ella estaba nerviosa. Casi temblaba de miedo. O de vergüenza. Yo, trataba de ocultar la turbación. Después, cruzamos por el cine Max, donde exhibirían Amor sin barreras. Al verse lejos se sintió libre. ¡Nos sentimos libres! Y pudo sonreír, mostrando sus dientes: blancos, limpios, brillantes. Al pasar por el cine Atenas, donde anunciaban el Dr. Zhivago, me dio una mirada tierna, como de agradecimiento. Y pude ver sus ojos negros. Inocentes. Puros. Ahí, me hizo un gesto, como tratando de musitar unas palabras que no llegaron a salir. De aquí para allá, de allá para acá, recorrimos toda la belleza de nuestra ciudad, Santo Domingo.
Brillaba en ese atardecer un crepúsculo hermoso, radiante, multicolor. El paseo llegaba a su final. Y, suave, tenue, furtivamente, vi caer una lágrima en su rostro: volvíamos a la barriada. A recibir los huevos. Los tomates. La mofa. En realidad, yo no sentía vergüenza. Me decía, como Nicolás Guillén en “El apellido”, ¡Que se avergüencen ellos, coño! Enfrentaría a la jauría humana, con hidalguía, con dignidad, con la frente en alto. Aunque ella pensaba que había vivido, como el príncipe Yudhisthira, simplemente una ilusión. Observé que habían hecho el consabido túnel del castigo, desde donde nos lanzarían de todo.
Entonces, la niña del afro volvió a aparecer, sonriente. Alegre. Festiva. Y se acercó a la cuneta de la esquina, donde tomó lo que sobresalía sobre las aguas negras: una flor de loto. Las mulas se zarandearon, pensando, como nosotros, que nos la arrojaría encima. Pero se la dio a Venus, que se sintió en las puertas del paraíso, al tiempo que de sus ojos brotaron dos lágrimas, dos perlas, que cayeron sobre la flor iridiscente, mientras se oía lo último de San Remo: Yo, tú y una rosa. Y, a continuación, Fátima la más linda de todas las ocoeñas, dejó caer un crisantemo. Y a ella le siguieron las demás, que tiraron claveles, rosas, girasoles y lirios. Y los muchachos, ya sea por contagio, o por su propia voluntad, se sumaron al jolgorio, arrojando a nuestro paso hortensias, narcisos, orquídeas, tulipanes, girasoles, corazones sangrantes, margaritas y dalias.
La lluvia no podía faltar. Caía sutilmente sobre el pavimento, mientras ella lo festejada sonriente, viendo como las flores, mientras caían en ramilletes, rivalizaban con los jardines colgantes de Babilonia. Éramos dos extraños en el paraíso. Payasos, duentes o querubines. Ángeles que caminaban sin pisar el suelo.
La reverencia fue majestuosa: ante nosotros, hasta el que no lo tenía, se quitó el sombrero. Y escuchamos como Unchainedmelody, dejaba el perfume del sueño que todos quisiéramos soñar.
Al final, en el adiós, me dedicó una mirada dulce: yo era la arena, ella, una ola suave que se desplazaba tiernamente hacia su final feliz, pues para ella yo había sido, no solo un príncipe azul, sino el príncipe de los mil colores.

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