Emigrantes, pero con contrato

Emigrantes, pero con contrato

MANUEL GUEDÁN
Tuvimos que salir de España obligados por las circunstancias económicas y políticas y ahora somos los que damos trabajo a millones de personas de otros países. Conocimos las ventajas del progreso -la televisión, la lavadora, el frigorífico o el automóvil propio- en nuestras emigraciones hacia Europa y ahora ofrecemos nuestro Estado de bienestar a latinoamericanos, árabes, africanos y europeos de Este, residentes en nuestro país.

Ha sido un cambio demasiado brusco, en muy poco tiempo, y eso ha podido provocar, en algunos casos, brotes -no demasiado graves ni frecuentes- de xenofobia y racismo. Sin embargo, la mayoría de los españoles, tal vez porque recuerda todavía la despedida de los nuestros en las estaciones de trenes, cree que la emigración es necesaria y la acepta de buena gana y lo importante es que el porcentaje va subiendo de año en año.

El Instituto de Estudios Sociales de Andalucía ha hecho una encuesta, con carácter nacional, en la que el 70 por ciento de los ciudadanos se manifiesta a favor de la integración en la sociedad española de personas de distinta raza, religión y cultura. El año pasado esta cifra era algo menos, el 65,4 por ciento. En esta última encuesta, el 61,8 por ciento cree que es excesivo el número de emigrantes, mientras que el año pasado lo consideraba muy alto el 62,1 por ciento. Pero hay un matiz en esa aceptación: de todos los encuestados, dos tercios, el 75,1 por ciento, afirma que deberían permitirse la entrada sólo a los que vienen con un contrato de trabajo.

No hay discriminación en cuanto a los derechos sociales y ciudadanos. El 94,8 por ciento cree que los emigrantes deben cobrar el subsidio de desempleo, y el 85,6 quiere que obtengan la nacionalidad española y defiende la participación de los extranjeros residentes en las elecciones locales. Hace unos días en Bruselas, considerada la capital de Europa, tres parejas se negaron a ser declarados marido y mujer porque el funcionario que tenía la potestad para hacerlo era de raza negra. Es verdad que muchos belgas se movilizaron y se reunieron en la Grand Place, esa hermosa plaza gótica, barroca y renacentista tan armoniosa, para simular una boda masiva -700 parejas- oficiada por el concejal afroeuropeo, pero el gesto de desprecio quedó ahí.

Quiero creer que esto no va a pasar en España, no porque los españoles seamos mejores que el resto de los europeos, sino porque nuestra historia es distinta. Ni los belgas, ni los suizos, ni los franceses, ni los alemanes tuvieron que salir masivamente, con esas maletas de cartón con cantoneras de metal, que cita Santiago Miralles, en su novela El Círculo Leibniz, para buscarse el pan. Nosotros aprendimos tarde y con mucho esfuerzo, lo que era la democracia y el Estado de bienestar: la salud, la educación, la jubilación y el seguro de desempleo para todos.

Y tal vez por eso no nos parece mal compartir nuestros privilegios, aunque pensemos que hay que regular la emigración y que la única garantía de que los emigrantes disfruten de todos los derechos, de acabar con las mafias y de evitar los abusos es que lleguen a España con los papales en regla y con contratos de trabajo.

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