Envejeció y murió

Envejeció y murió

Profanación o culto, veneración o repudio, infamia o gloria, luz o sombra. La conjunción determina. Para él no hay ni hubo “y”. Fue la desmesura en el error y el acierto, travesura jesuita para ratificar efectos del credo de San Ignacio. Consentido, admirado por sus pares desde la infancia y con las proezas caprichosas del adolescente vanidoso y narcisista. Mimado ególatra, con permiso y bula, con certificación para reinar. Amo de corazones y dueño de vidas, el solitario con más compañía en el planeta. Pensar en su muerte, imposible. Tampoco en su fragilidad de anciano. Jesús, Demiurgo, Zeus. Ninguno como él. Gallego caribeño, dueño de una isla y con el mundo a sus pies. Artífice de la leyenda revolucionaria, altar irrenunciable para cualquiera que pretendiera usar botas similares a las que hoyaron un camino irrepetible, paradigmático. Encima de prejuicios y de la medianía, se impuso siempre. Desde temprano desafiante. Creció en Birán con la bastardía a cuestas. Enmendó con creces la circunstancia, honrando el apellido que la ley le negaba, hasta que su padre firmó el contrato de matrimonio con Lina, la madre de los 7 hijos, nacidos sin matrimonio que avalara legitimidad.
Amigo imaginario de tantos, enemigo real de muchos. Cada uno guarda su estampita del santo y conforme el momento la exhibe. Ahora viene la invención, la fábula de los sobrevivientes, algunos impotentes frente a la imponencia de la terquedad incólume de un hombre que dominó generaciones y vivo fue mito. Omnipresente. En cada rincón del “largo lagarto verde con ojos de piedra y agua”, estaba. En las buenas y en las malas. Con esplendor y declive, con abundancia y con la miseria. Estaba en el parto y en la muerte. En el triunfo y en la derrota.
Fue sabio, consejero. Misterio. Changó y San Miguel. “El Caballo”, primero en todo y sobre todos. Escritor, economista, médico, químico, físico, agrónomo, ingeniero, piloto, cazador, nadador, pelotero, baloncestista, experto en tabaco, ronero, nutricionista, gastrónomo, marino, astrónomo, educador… ningún saber le fue ajeno y si algo desconocía, cosa improbable, buscaba en las palabras la manera de enmendar el dislate. Orador inimitable, con récords inigualables, hizo del discurso adarga. Memorioso, provocador, acechaba adversarios en cualquier rincón y velaba por sus desdichas. Intentaba compartir o demeritar aciertos de tantos correligionarios desterrados. Seductor implacable, con una impenetrable vida privada que la senectud descubrió. Sus amantes quedaron prendadas de la gloria de un instante. Humilló a muchas, despreció a más. “La Princesa de los Rebeldes” que soportó el sambenito sempiterno de “la amante de Fidel”, cuando un periodista le preguntó si seguía enamorada de Fidel, -2009- respondió: “Pasé muchos años para quitármelo del corazón y ponérmelo en la cabeza. Sigo respetándolo.”
Vencedor de mil batallas, jugó a escondidas con la muerte, empero, no pudo vencer la tragedia de la vejez. La longevidad conspiró contra el heroísmo y la adoración al símbolo, porque el símbolo perdió el fulgor de otrora. Y el hombre padecía. Estaba enfermo. Como dice Adriano: “es difícil seguir siendo emperador ante un médico y también difícil guardar la calidad de hombre. El ojo de Hermógenes solo veía en mí un saco de humores una triste amalgama de linfa y sangre.” (Yourcernar “Memorias de Adriano”) Cambió la mirada y el porte. La fiereza susurraba y buscaba el apoyo de hombros amables, colgó el verde olivo y se envolvía en ropa deportiva. Para la reverencia bastó su vida. No compensa su grandeza el desfile de cenizas por la ruta del territorio apropiado y propio. El recuerdo tendrá la imagen del anciano enfermo y otra será la impronta del Moncada y la entrada a La Habana. La senilidad encubierta, competirá con la mirada del Che y con sus manos rotas, con la juventud de Camilo y el sacrificio de Abel. Grande entre los grandes, envejeció y murió. Y, “Cuba está en la obligación de buscar un estado de legitimidad y de derecho que permita conciliar a la población.” (Valls Arango, HOY-2001).

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