¿Es posible un Derecho dominicano químicamente puro?

¿Es posible un Derecho dominicano químicamente puro?

Si hay algo en lo que coinciden legos y muchos juristas dominicanos es que el Derecho dominicano se ha desvirtuado en los últimos años debido al trasplante de legislaciones foráneas que, como diría Montesquieu en su “Espíritu de las Leyes”, no responden al “espíritu dominicano”, a su cultura, idiosincrasia y trayectoria histórica.
Así, por ejemplo, se afirma que el Código Procesal Penal (CPP), con su modelo acusatorio, basado en la presunción de inocencia y los derechos del imputado –todos, valga decir, principios constitucionalmente consagrados desde 1844 y simplemente desarrollados por el legislador del CPP- no responden a este evanescente espíritu criollo. Parecería que, desde la llegada de los españoles a la isla y tras nuestra independencia, los dominicanos nos hemos desarrollado cual Robinson Crusoe en una isla Galápagos aislada del mundo, ajena a cualquier tipo de influencia extranjera, y que ello, por tanto, sirve de fundamento a la necesidad de una legislación adaptada a nuestras mores, que nos regrese a nuestras viejas y ancestrales raíces jurídicas, a la verdadera “naiboa” legal de nuestra existencia política y social y que, en el caso de la legislación penal, para solo citar un ejemplo, porque para muestra basta un botón, incluiría, entre algunas de las “conquistas” locales, la institucionalización de la muerte de supuestos delincuentes en pretendidos “intercambios de disparos” con la policía, la presunción de culpabilidad, la prisión sin juicio preventiva como regla y no como excepción, y la prisión como la única medida de coerción contra el imputado.
Pero… ¿ha existido alguna vez en la historia dominicana un Derecho puramente nacional exento de todo influjo foráneo como pretenden los portavoces públicos de este lugar común vuelto insoportable y omnipresente cliché? El más ignorante de la historia del Derecho dominicano sabe que no. Y todo comienza con el “pecado original” del momento de la formación de nuestra legislación nacional. Desde 1492 hasta 1825 –salvo el breve interregno de la ocupación francesa- rigieron en nuestro territorio las normas españolas. De 1825 a 1845 rigieron los códigos haitianos, que eran una adaptación de los códigos napoleónicos.
En 1845, el Congreso Nacional dictó una ley que ordenó que “se observaran en todos los tribunales de la República Dominicana los códigos franceses de la Restauración”, es decir, los códigos franceses de 1816 y no los originales de 1804-1809. Estos textos legales rigieron en francés, sin adecuación ni siquiera traducción al español, y solo en 1884 fueron traducidos los mismos.
¿Hicieron mal los dominicanos al adoptar la legislación francesa tal cual? A mi modo de ver no. La dominación haitiana (1822-1844) familiarizó a los dominicanos con el Derecho francés tal como había sido recibido y procesado por los haitianos. Por demás, en su momento, la codificación napoleónica era la más avanzada del planeta y gracias a la Divina Providencia no se le ocurrió a ningún hombre público o jurista de la época proponer a los dominicanos inventar la fórmula del agua tibia jurídica o, lo que es peor, retrotraernos, como hoy se pretende en algunos sectores de la vida nacional, a una legislación anacrónica y vetusta como en su momento fue la legislación española que sirvió de fundamento al dominio de España en sus territorios americanos. No se adoptó la legislación haitiana –muy avanzada para la época- porque estábamos en guerra con Haití. Pero se introdujeron los códigos napoleónicos en lengua francesa que los juristas dominicanos manejaban con soltura y fluidez gracias a la oprobiosa dominación de los haitianos. Esto significó que la República Dominicana estuvo a la vanguardia jurídica en comparación con el resto de las naciones americanas que permanecieron muy vinculadas al Derecho español, atrasado para la época, si se compara con el Derecho francés.
Hoy felizmente el Derecho nacional es más dominicano que nunca. El Código de Trabajo es fruto de la recepción de los Derechos iberoamericanos desde la segunda mitad del siglo pasado y su procesamiento por una doctrina consolidada y una jurisprudencia nacional de avanzada. El Código Procesal Penal, fruto del trabajo de una pléyade de jóvenes juristas dominicanos y no simple importación de recetas foráneas como dicen algunos, es un modelo para toda la región, lo que explica por qué nuestra justicia penal actual es mucho mejor, mucho más preparada y mucho más eficiente que la de Trujillo, que la de Balaguer y que la de los ocho años del PRD. La legislación administrativa, principalmente la que rige los procedimientos administrativos, la contratación administrativa, la función pública, las administraciones independientes y la organización administrativa, es la base para que pueda consolidarse un nuevo Derecho Administrativo que sustituya el anquilosado y ya superado Derecho que nos legaron las grandes y brillantes mentes de Manuel de Jesús Troncoso de la Concha y Manuel Amiama. Por si esto fuera poco, tenemos un Tribunal Constitucional, que, no obstante las naturales críticas que puedan merecer algunas de sus sentencias, contribuye a innovar el Derecho, con creaciones jurisprudenciales propias pero, además, con la apertura de recibir con humildad y creatividad las jurisprudencias constitucionales de Perú, Colombia, Costa Rica, Argentina y España.

No es que no haya peligros en la importación acrítica de institutos y figuras del Derecho extranjero. Ya he advertido hace algunos meses sobre los riesgos que representa la indigestión jurídica propia de instaurar modelos jurídicos desvinculados de la realidad normativa nacional, como lo es, por ejemplo, distinguir en la Constitución dominicana entre derechos fundamentales y no fundamentales como lo hacen los juristas españoles respecto a su Constitución.
Pero hay que estar abiertos a la influencia jurídica extranjera. En este sentido, el abogado dominicano no tiene complejos y acepta gustoso un Derecho que, como el dominicano, fue, es y seguirá siendo un Derecho orgullosamente mestizo.

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