Discurso

Discurso

Abordamos la poesía y nos queda la vida como botija, sutil ensueño, vísperas del girasol y los duendes, esas  alondras paralelas del rocío. Procuramos la poesía y alcanzamos al poeta Mateo Morrison, ciudadano rotatorio que ha circundado los textos poéticos como oráculo en una danza infinita, urdidor de imágenes que tipifican un universo de palabras, bajo una alquimia  de colores que surten la ciudad, los amantes, las nostalgias, los clamores, toda la vendimia del sacrificio y el decoro. Si el poeta habla, hablan con él los elementos, las donaciones telúricas, el influjo de la ondulante energía, la porosa arcilla del tramado colonial, la gleba y el paisaje,  ese, el suyo, ese tono coloquial, esa complejidad que pulsa su lira, poderío de los sentidos. El inmenso Octavio Paz, el maestro, nos dice: “La poesía es el lenguaje de la sociedad –pasión y sensibilidad- y por eso mismo es el verdadero lenguaje de todas las revelaciones y revoluciones.

Ese principio es social, revolucionario; regreso al pacto del comienzo, antes de la desigualdad; ese principio es individual y atañe a cada hombre y cada mujer: reconquista la inocencia original”.

El poeta Mateo Morrison está esencialmente asociado  a un proceso creador de alta significación de la literatura dominicana, se trata del eslabón clave de un ejercicio sostenido en el siglo pasado, sistematizado  por lo que Juan Bosch  ha llamado la arritmia histórica. En ese desandar que el gigante Rubén Darío orientó con el modernismo prosiguieron los esfuerzos de Ricardo Pérez Alfonseca con su Oda a un Yo, las piruetas verbales del Vedrinismo,  el vocabulario  tristísimo casi panteísta de Moreno Jiménez y el Postumismo, como defensa cauta, pasiva ante el desafuero que los marines ocasionaban a la lengua, a la tierra.

 Los saltos de la literatura dominicana son proverbiales, del localismo provinciano al hombre universal, como si fuera posible anular  las raíces copiando los verbalismos y  las adecuaciones del surrealismo, sin establecer un equilibrio, un tránsito eficaz de identidad y voz propia. Bretón llegó al puerto de Ciudad Trujillo entre vítores y traducciones de los mejores poetas galos de la época. La escritura automática produjo uno o dos textos importantes. Los años de la dictadura fueron escenarios de  escrituras rimbombantes y de crisálidas.

Quedan sus nombres, orfebres y poetas mayores, dones de la inventiva verbal más hermosa, atrapados por un clima lóbrego  de ditirambos y disensiones. Los años de la libertad explicitaron el torrente de la creación, la poesía se vistió de muchedumbres. “Arte y Liberación” y los muchachos del 60 tomaron las calles rebeldes. No hubo inconsciente que intentara estar por encima de las circunstancias, como dijo el crítico Joaquín Casalduero refiriéndose  a la obra poética de Jorge Guillén. Y es entonces que Mateo Morrison aparece, escolar, incipiente, unido a las voces de la majestad social de los humildes, vinculado al trabajo cultural como un reproductor infinito de cultura.

Al otro lado de la ciudad, del único puente entonces, en el ático de una escuela donde impartía clases de literatura, donde organizó y creó una entidad literaria, de jóvenes muy jóvenes, “La Antorcha”.

No hubo entonces, nombre más significativo, se trataba de dar luz, luz en  oscuros pasillos de la muerte y la ignorancia, porque eran días de post guerra y el encono y la maldad se enseñoreaban sobre toda noción de idealismo y utopías abrileñas. El poeta Morrison es la cabeza visible de todo el movimiento de poetas jóvenes de la post guerra, a su alrededor se organizaron círculos, grupos culturales, actividades diversas.

Morrison está presente en los recitales, en las tertulias, en los foros, en las lecturas de los grandes aedas, dirigiendo uno de los más formidables suplementos literarios de aquel tiempo esperado con ansiedad  en medio del fervor y la pasión cultural.

Eran tiempos de saberlo todo y de hablar de todo, de cine, de novela, de ensayos, de poesía, de historia, de arte, de danza, de teatro, de escultura, de música, de cultura  popular y cultura nacional.

Era tiempo de discutir de todo, de ir a la Universidad y pontificar los criterios, de quedarnos de pie aglomerados en la puerta del salón donde nuestro poeta nacional Pedro Mir explicaba la noción del período en la historia o hablaba de tres leyendas de colores, y todos nosotros absortos, alelados, oyendo a este profesor que hablaba rítmicamente y todo su hablar se volvía poesía, las ideas, el mundo que se avecinaba y que nunca llegaría sino como visión tecnológica, electrónica e injusta sin reservas de futuro. 

Recuerdo una convocatoria de sacerdotes y  diáconos para que los jóvenes poetas  de entonces fuéramos a una reunión con los más altos dignatarios de la Iglesia Católica en Santiago. La idea era que trabajáramos en  textos religiosos y pusiéramos música al destino de las palabras salvadoras. Fue una idea maravillosa, ahí estaba Mateo como vocero y ahí estábamos nosotros entonando cantos gregorianos en una ordenación temporal del paraíso en la poesía  aquí en la tierra. 

Si bien la poesía es un acto lúdico no es un acto inocente, juguetea pero traduce, es libre pero se compromete en el recinto humano y social. Una de las mayores distorsiones sobre los textos poéticos de Mateo incluye prejuiciada a una promoción literaria que se caracterizó por su pluralidad temática y a la que, se   atribuye  contenido político peyorativo. Nada más errado. A pesar de recibir influencias sociales determinantes, los poemas de  Mateo y sus compañeros no son poemas coyunturales sino ejercicios de una riqueza conceptual interesante, promesas esenciales  de aportes a la literatura, cantos de amor, nostalgia, vaciedad, otredad, llanto, que sobrevuelan el imaginario nacional. Búsquense los textos de Mateo y  se encontrará en ellos la fuerza poética y el valor cultural de una expresión propia y vigorosa.

Cuando Mateo Morrison publicó “Aniversario del dolor” todos conocíamos los textos, lo habíamos visto leer en los clubes, era la impronta de un florilegio social y verbal que llegaba con sentido y tono discursivo poético a la gente, apretujada, colmada en aquel frenesí cultural que vivimos a finales de los años 60 y la década de los 70 del siglo pasado. Un día tomé sus poemas, los ordené, los pasé a maquinilla, y lo llamé para decirle que lo esperaba en la imprenta. No lo creía. Fue así como publicamos su primer libro con la colaboración de tanta gente buena y fraterna.

Ese “Aniversario de dolor” es la proa emblemática de aquella generación contestataria, decidida a cambiar el mundo antes que el mundo nos cambiara a todos: “Si van por América a buscar el dolor más profundo/ a inquirir por las heridas más antiguas/ encontrarían aquí 476 latigazos/ Si nos preguntaran:/ quién insertó tantos alfileres/ en le centro mismo de nuestro corazón/señalaríamos con los índices levantados/ los lugares precisos/ las geografía coloniales/ a base del sudor y de la sangre/ Si tratan de buscar el sosiego/ en los pechos de nuestras madres/ sólo encontrarían pezones envejecidos por el grito/ Y en verdad/ ha habido sangre para llenar todas las fosas/ y lágrimas para borrar las cicatrices/ Entonces ha faltado, no sólo fuerza/ para odiar al enemigo/ sino amor para los humildes/ que construirán la paz tras los escombros”.

La voz de Mateo en “Aniversario del dolor”  es una apelación al amor, a su constancia en medio del dolor, por ello dice: “Sé que antes del odio fue el amor/ que las niñas ya doncellas/blandían sus sonrisas en los poblados/ y el niño casi hombre regaba con dulces piropos la  llanura/  Y preguntarán entonces/ por que tienen mis versos/ este rastro de llanto recrecido/ Mi historia, es la historia de un niño/ que despierta y advierte el mundo como el dolo instituido/Que quisiera convertir en rosas y juguetes/ todas las espinas de la tierra/ Quería decir/ que antes yo hablaba del correr de las estrellas/ de lo hermoso de la tarde formándose de nubes/ de la flor, del horizonte y de las aves/ Pero desde hace poco/ mis versos tienen un rastro de llanto recrecido…”

Nadie puede abordar la poesía dominicana de los últimos 40  años, el afanoso batallar,  la creación de círculos y pequeñas escuelas del pensamiento cultural y literario, sin citar su nombre. (Extracto de discurso).

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