Fénix, como Fénix

Fénix, como Fénix

Un joven de 20 años cuenta su recaída y también comparte su disposición de Volver a Vivir. Su padre y su madre prohijaron la adicción. Equivocaron la ruta del cariño. Daban, no vigilaban, ni exigían. Padres perfectos, hijo perfecto. Ninguna molestia. Satisfecho, sin necesidad de arriesgarse en una esquina ni de exponerse a la extorsión de un proveedor. Sin temor a una querella, a un allanamiento, menos a la deshonra. El muchachito tenía enfrente el video juego que quería. Y apretaba botones, manejaba el mundo virtual, sin pesar.

Mañana, tarde y noche. Nada más necesitaba. Desde los cinco años ahí, en su habitación, con la pantalla como única compañía. Diez años después, los adultos reaccionaron. Mejor tarde que nunca. Tocaron la puerta de Fénix. Como la mujer que tropezaba en su casa, con las cosas innecesarias que compraba cada día, multiplicando deudas, renovando préstamos y suplicando a usureros.

Comprar era la única razón para vivir. Porque la adicción va más allá de las sustancias controladas, de la farmacia y la nicotina. Porque es más que el arrebato que gana amigos y daña fiestas. Más que la imprudencia que insulta, provoca accidentes fatales y resaca.

No es el borracho de esquina, la dipsómana que descuida familia, trabajo, ofende y agrede. Tampoco el oledor que calma la taquicardia y continúa, aunque la nariz se irrite, los dientes sufran y la ansiedad no le permita sosiego. Hay más. Y por conveniencia se disimula, hasta el día de la cárcel, del hospital o el cementerio. Se consiente, por desconocimiento, como la madre que describe Víctor Manuel, en una canción conmovedora. No podía ver a su hijo con el síndrome de abstinencia y sin querer, lo mató… Buscó los datos, aclaró sus dudas. Con un último esfuerzo, le compró la más pura y al mirarle a los ojos, se le borró entre bruma.

No importa callejón ni andamio, madrugada o tarde. Menos importa la humillación, tampoco el crimen. La compulsión determina las acciones. Es la degradación, la muerte. Es el miedo. La soledad del paciente, el desamor. Se desata aquello y no hay freno.

Entonces la repulsa, la crítica, el asco, el abandono y de nuevo la fantasía. Evadirse. Aquello de “Lucy en el cielo con los diamantes”. Porque la sensación es placentera. El cerebro manda, busca, encuentra. Hasta que adviene la imposibilidad para detener el deterioro.

El juego con candela que quema, el fuego que abrasa el entorno. La OMS considera la adicción como una enfermedad. Steven Hyman (Harvard) la define como crónica, progresiva e incurable, “cambia el funcionamiento del cerebro, igual que la diabetes cambia el funcionamiento del páncreas”.

La persona adicta es responsable por lo que hace, sin embargo, está atrapada. Enferma. Todavía la moralina niega derechos a tantos y alguna ortodoxia discute la categoría. Alegan que hay casos de curación espontánea de la adicción, sin ayuda especializada, y eso es ajeno a la enfermedad.

Cuando las voces de la Fundación Fénix, comenzaron a referirse a “la enfermedad de la adicción”, los andamios de siempre se removieron. Por frágiles. Porque era mejor la condena, el rechazo, el desprestigio. La Fundación celebra 20 años, con un saldo de triunfos. Centenas de historias desgarradoras golpean las paredes de una casa convertida en refugio y salvación. Paredes que guardan gritos y remordimiento. La memoria del tiempo irrecuperable, del sufrimiento por el daño a otros, por el daño propio. Paredes que recogen la soberbia, después de la recaída, el abrazo de la reconciliación, la promesa de jamás.

El regocijo de su creadora, Giralda Busto, la satisfacción del Director Ejecutivo, Vicente Tapounet Brugal, el compromiso y entusiasmo del Director Clínico, Rafael Johnson, reflejan el sentimiento del equipo. Pero el orgullo de Fénix está en las personas rehabilitadas. Son miles que cada día resisten. Renacen. Conocen el poder curativo de las lágrimas, esas que permitieron al ave mitológica transformar las cenizas y remontar vuelo.

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