¿Todo por la patria?

¿Todo por la patria?

No hay dudas. La repentina intensificación del apego a ‘‘lo dominicano’’, y la obstinación en defender su imaginario, son fervientes efectos de la resolución de la JCE y la sentencia de ciertos miembros del TC.

Este síntoma nacionalista tiene razón social de ser. Basta referirse a los principios que buscan “definir políticas de identidad” (12-07) y califican su misión como “un programa de rescate” (169/13), para comprender el significado e intenciones políticas de estas medidas. Pregúntese usted, ¿de qué sirve erigir una cierta visión de identidad nacional, si no es para distinguir la “pureza” de las “copias”, véase para reactualizar la oposición nacional-extranjero con los dominicanos hijos de haitianos? ¿Cómo hemos llegado a este resentimiento, que remedia un “mejor país” mediante un apatricidio?

Sostengo que esta repentina histeria nacionalista parte de la negación de la pluralidad dominicana y cumple función de reproducción de la desigualdad social. ¿Quién es ese nosotros que una clase dirigente tanto desprecia y apela a un singular nacionalismo como medida de rechazo?¿Cómo sus irreverencias y sutilezas raciales median tergiversar una crisis económica, haciéndonos creer que el mal viene de donde se sufre? ¿Qué intereses vela este chauvinismo diseminado en un “todo(s) por la patria”, al que vale cuestionarle qué patria?

Comencemos por las condiciones que han promovido esta situación. El susodicho “programa de rescate” de la sentencia no tiene sentido si no se crea y generaliza un problema. De ahí el afinco de sus emprendedores en reconstruir un escenario donde los dominicanos de padres haitianos son responsables de una nación e identidad en vía de extinción. Todo pasa como si de repente estuviéramos frente a un supuesto malestar que nos perturbaba cotidianamente. Al parecer, no era cuestión de desempleo, de corrupción, de servicios públicos insuficientes o de tantos sueños sin remedios. El verdadero mal lo teníamos ante los ojos y crecimos con ellos.

¿Por qué y cómo si ya existían? ¿Por qué ahora son “hijos de extranjeros ilegales” que intimidan el porvenir del país? Si figuraban en su mayoría en la categoría de nacionales precarios. Si nunca se cuestionó si eran o no dominicanos, si tenían otra cualidad distinta, y si sus derechos jamás estuvieron en duda. Y ahora este pretendido problema es reapropiado como causa para defender soberanía, sangre y tierra ante su supuesta amenaza.

Este proceso político (vestido de jurídico) que hoy se rehabilita contra ciudadanos dominicanos tiene sus raíces. Si bien la fundación de la República partió de principios plurales e inclusivos, esta nación quedó revestida por lo que una cierta clase política, eclesial, intelectual y económica (¿coincidencia histórica?) entendió que debía ser y no de lo que realmente constituía su composición multicultural. Este hecho engendró una sociedad nacional contradictoria, impregnada de fuertes prejuicios en su construcción interior, donde el resentimiento hacia lo negro ha sido un leitmotiv. Así, los criterios de una nacionalidad uniforme quedan definidos contra un grupo social específico. Me refiero a ese nosotros que nos sigue siendo insoportable.

Como la hegemonía no es inmortal, se necesita continuamente un trabajo de inculcación y medios de legitimación que perpetúen esta posición racial y social de cierta clase dirigente. Y ahí encuentra sus expertos. Entre mentores de la sentencia y eminencias que la respaldan, no solo son portavoces de este pensamiento sino que buscan diseminarlo en las masas. Todo esto, a sabiendas que se confronta a dominicanos que hoy día queremos extirpar de nuestro cuerpo nacional.

Las conductas mismas de estos actores delatan sus intenciones políticas. Como bien insistiera la magistrada Katia Miguelina Jiménez Martínez, “no es concebible que el juez [Milton Ray Guevara] intente justificarla más allá de su contenido”. Pero la pasión nacionalista es más fuerte que ellos. Y si el presidente del TC decide tildar de antidominicanos aquellos que no asienten su sentencia, con irreverente fervor, el director de Migración descarta “ahora con más fe” la posibilidad de recurrir a esta.

Los emprendedores de esta concepción de nación no cejan y asumen estrategias para revestir sus hazañas. Justificando sus discursos, persecuciones y deportaciones mediante la insignia del “interés nacional” o del “todo por la patria”, el nacionalismo busca hacer irreconocibles sus principios de exclusión y discriminación. Ahí está alerta, en busca que seamos más que los más, el más patriota cegado por la causa.

Así queda evidenciado en el impacto de las sentencias: unos alivian que ya « la herida será sanada », otros alertan que “hay que estar prevenidos con las lealtades de personas que pretenden desarraigarse de sus ancestros [haitianos]”. Algunos propugnan que el país “no debe dominicanizar delincuentes”, “permitir una nueva invasión… como tampoco que nos roben nuestra identidad nacional”. Mientras, Duarte y los trinitarios sobrepasan la popularidad jamás vista sin saber ya a qué causa pertenecen.

No faltan quienes recurren al viejo adagio de la imposible asimilación de estos “extranjeros” y tienen el mismo tiempo prescribiendo la desaparición cultural de la nación. Así lo promueven ciertos grupos que pregonan “Dominicanos esto no se llama racismo, esto es deforestación y es la especialidad de los haitianos” y se reflejó evidenciado en el desliz moralista, clasista y racista que fustigó en un medio público la “mala compañía (haitiana)” de J. Díaz y J. Álvarez y a “blanquitos haciéndose los graciosos” que no entienden que los dominicanos en cuestión son “otra gente, otra cultura”. Recurrir y restringir de este modo el cliché identitario a lo “cultural” es otra manera de sellar nuestro diferente por siempre biológica y endémicamente.

Todo ese andamiaje nacionalista es prueba fehaciente de la institucionalización del etnocentrismo en República Dominicana. No solo que estos dominicanos no entran en nuestros cánones sociales, jurídicos y políticos. Sino que son representados como aquellos quienes jamás serán como nosotros.

Pero, este nacionalismo visceral de rechazo a nuestra heterogeneidad como pueblo cumple por igual su función social. Su arbitrariedad no es inocente y crea efectos contradictorios que ocultan lo que en realidad está aquí en juego: la legitimación de la injusticia social.

Si los llamados al odio escenificados en las manifestaciones del “Parque” y de Verón y las políticas étnicas de la JCE/TC pueden incluso tolerarse en ciertos sectores, es porque se interioriza un statu quo que lleva a confundir efecto con causa. Es decir, a culpabilizar a conciudadanos de la situación económica y política que azota al país. Ahí están los efectos paradójicos de esta violencia institucional y simbólica, que logra disimular la responsabilidad de las políticas públicas al origen de nuestra crisis social y propugna arremeter contra quienes están sometidos a esta.

En estas contradicciones se explica por igual la alianza de polos ideológicos opuestos, que rememoran el siniestro Frente Patriótico del 2 de junio del 1996. De la extrema izquierda a conservadores a ultranza, asienten por un particular “todo por la patria” (lo mismo que se decía contra el comunismo ateo y disociador en el 1963). Aquel que encuentra razón en esa pasión nacionalista que le es indispensable hablar del “hermano haitiano”, celebrar un “Haïti chérie”, hacerse el más tíguere del barrio, pero les es imposible reconocer sus plenos derechos. En ese “yo no soy racista, yo defiendo mi patria” ondeamos desapercibidos nuestro propio ser y contribuimos a encaminar el orden político actual.

Estas miradas y políticas étnicas, promovidas por nuestros gobernantes y sustentadas en un nacionalismo indisociablemente racial y social, evidencian así la decadencia del Estado dominicano. No se trata de defender territorios o una identidad estéril. Hoy día normalizamos nuevas fronteras y engaños al interior de nuestra sociedad, que desestabilizan y precarizan cada día más nuestra cualidad de ser ciudadanos.

pentagramasocial@gmail.com
El autor es sociólogo

 

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