Primera Dama

Primera Dama

ÁNGELA PEÑA
Para la mayoría constituye un triunfo llegar a ocupar la privilegiada posición de primera dama y así lo entienden muchas mujeres que ven en ese rol la magnífica oportunidad de ejercer influencia, tener poder y ser la principal atracción de todas las atenciones y miradas. Muchas, sin embargo, odian ese estado, o le temen,  precisamente porque aborrecen el boato, la adulación, el trajín de los actos públicos y sociales. Otras encuentran en esta condición el espléndido escenario para promoverse, impulsar su propio proyecto político y llegar a ostentar el mismo excepcional puesto del distinguido esposo. De Hillary Clinton, por ejemplo, se especula que aspira a ser mandamás de la Casa Blanca.

En algunos países se cuestiona si la primera dama tiene responsabilidades de Estado o si es un adorno para refrescar la imagen de gobernantes  o modelo de pasarela que acosan periodistas para censurar o aplaudir sus trajes, maquillajes, poses, accesorios, peinados, determinar si tiene clase, se comporta adecuadamente o si, por el contrario, anda escasa de modales y desorientada en cuanto a lo que está «in». Para muchos, ellas forman parte del sistema político, de la maquinaria electoral y, en consecuencia, deben trabajar paralelamente con el marido ejecutando programas a favor de la niñez, la adolescencia, apoyando instituciones de asistencia social, cultural, colaborando con los que luchan para prevenir y tratar enfermedades como el SIDA o iniciando acciones para impedir el incremento de la pobreza, fortalecer los valores familiares, enfrentar la discriminación de género.

Ser primera dama es una situación bastante compleja. Es perjudicial y beneficiosa. Es dulce y amarga, a veces tan cruel que algunas han tenido que fingir sensibilidad o ambiciones políticas para disipar en la práctica de nobles obras las infidelidades del hombre más importante de la nación, al que todas quisieran conocer íntimamente. Debe aceptar con resignación las admiraciones colectivas, repartirse el humano botín, atender el hogar, soportar largas ausencias, aparentar indiferencia cuando tantas chicas asfixiadas por el carisma del preponderante cónyuge se les regalan y ofrecen a la franca. De Eleanor Roosevelt se afirma que fue quien dio verdadero realce a ese puesto, convirtiéndolo en una categoría del sistema político norteamericano, pero que fue la que toleró el mayor record de infidelidades durante casi treinta años, aunque quizá menos escandalosas que las que padeció la resistente Hillary.

Otras, sin embargo, influencian a sus maridos en sus decisiones y no los sueltan ni para ir al baño, lo que hace más daño que bien a la imagen del mandatario, haciendo que  lo vean como un «mamita»  sobre todo en estos países en los que se piensa que el macho no sólo  debe tener la exclusividad de ese mando tan extraordinario sino también permitirse sus respiros para devaneos ajenos al poder que son, para muchos, los que complementan su hombría. Es probable que  algunos piensen que el modelo de primera dama es el de la bibliotecaria y maestra Laura Bush, que «prefiere la tranquilidad del hogar al bullicio de la política y cuya prioridad son sus hijos. Evade hablar con su marido de asuntos relacionados con su trabajo, jamás critica sus decisiones y nunca lo aconseja», observa  Jorge Gómez Barata en un amplio historial sobre las primeras damas norteamericanas.

Lo que no debe permitirse la mujer de un Presidente es que camarillas de amiguitas la conduzcan por el camino de la frivolidad, la ostentación, el lujo, menos si se trata de la primera dama de países subdesarrollados o estancados en el progreso por gobernantes corruptos donde, lamentablemente, hay que partir de cero y, por tanto, cualquier iniciativa es más necesaria que convertirse en simple transmisora de peticiones en el lecho conyugal o en deslumbrante compañera de ornato.

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