San Petersburgo

San Petersburgo

DIÓGENES VALDEZ
Todo comenzó en la isla Záyachi, una de las sesenta que se encuentran en la desembocadura del Neva, en mayo de 1703. Desde una cabaña de troncos, el zar Pedro I dirige los trabajos para erigir una nueva ciudad, en una región en donde el clima no mima a los hombres. Bajo el notable disgusto de la corte, que en contra de su voluntad ha tenido que ir detrás de su monarca. Ingenieros, albañiles, carpinteros, etc. levantan la futura ciudad. Nueve años después, esta villa se convertirá en la capital del imperio ruso, con el nombre de quien la fundara, pero a la manera holandesa: Petersburgo, que quiere decir: la fortaleza de Pedro.

El apócope “San” sobrevendría después, cuando la ciudad era ya una urbe floreciente, y surgiría de ese afán del cero por divinizar todo aquello que proviniese del poder político y del poder económico.

La ciudad, que se asienta sobre cuarenta y ocho de las sesenta islas que hay en el estuario del Neva, ha sido llamada y cantada con múltiples apelativos. Es una de las “ciudades héroes” de Rusia, por aquella resistencia tenaz que opuso a las tropas nazistas durante los mil días  que permaneció sitiada, sin que nada entrara y saliera de sus coordenadas geográficas, en los que no quedó dentro de sus muros ni una sola alimañana, llámense ratas o cucarachas, porque sus

habitantes tuvieron que comérselas. Pero sus moradores, sobre todo los que nacieron en ella, que la llaman indistintamente Petrogrado, San Petersburgo, o simplemente “Petro”, nunca se acostumbraron al nombre de “Leningrado” como se le bautizara con posterioridad, por haber sido cuna de la revolución socialista. Uno de sus hijos más ilustres, aunque no naciera dentro de ella -Alexander Puchskin- la bautizaría con el más apropiado de los nombres: “la ventana a Europa”.

Aunque para algunos Rusia no se encuentra en Europa, San Petersburgo es la más europea de todas las ciudades rusas. En ella confluyen todos los ciudadanos del norte del continente: suecos, noruegos, finlandeses, sobre todo estos últimos, que para evadir la ley seca que impera en su país, llegan en tropelías. Esta hermosa ciudad es el New York del círculo Polar Artico. Forman hordas los fineses que arriban a San Petersburgo, cargados de electrodomésticos, los que venden informalmente en el mercado de la ciudad, regresando a su país con las manos vacías, porque se bebieron todo. En el hotel Europeiskaya, donde me hospedo, mientras todos elegimos la llamada “mesa sueca” (que es lo que nosotros denominamos estilo buffet) para hacer las respectivas “tres calientes”, los finlandeses comen a la carta y no importa si es en el desayuno, siempre acompañan sus comidas con el mejor de los champagnes. Uno no puede precisar si los pómulos encendidos en el hermoso rostro de las finlandesas es por causa del alcohol o porque la naturaleza los ha dotado con un natural rubor, porque hombres y mujeres beben con la misma ansiedad.

El centro de la ciudad vieja lo constituye la isla Záyachi y alrededor de ella un rosario de islas unidas por trescientos puentes. Allí se encuentra el Kremlin de la ciudad. En el gran San Petersburgo y el nuevo barrio de Kúpchino hay más de quinientos puentes, lo que confiere un encanto especial a esta ciudad lacustre, la que en múltiples ocasiones ha sido llamada “la Venecia del Norte”.

Conocí a San Petersburgo mucho antes de aquel otoño de 1983, a través de una novela un tanto somnífera titulada “Petrogrado”, de Andrés Bieli, seudónimo del escritor ruso Boris Nikolaievich.

“Petrogrado” narra el inicio de la decadencia de la monarquía rusa, y en especial aquella huelga de 1905, sofocada a sangre y fuego, la que Lenin llamaría “ensayo revolucionario”. Muchos lugares nombrados por Bieli todavía hoy conservan sus nombres originales. La Nevski Prospekt (Avenida Nevski), es todavía la arteria principal de la ciudad y recorre de Este a Oeste los más de treinta kilómetros que mide la hermosa urbe. Nevski Prospekt comienza frente a la torre del Almirantazgo, cuya aguja dorada se eleva garbosa hacia el cielo gris, sólo superada en altura por la cúpula de la Catedral de San Isaac. Algunos aseguran que Nevski Prospekt es la calle más larga del mundo, algo que no comparten los argentinos, pues para ellos es, la Comodoro Rivadavia.

Todo San Petersburgo está lleno de hermosos edificios, pero los más bellos se encuentran en la avenida Nevski: la Casa del Libro, la Catedral de la Virgen de Kazan, el Palacio del Almirantazgo, el edificio de los Almacenes Gum, etc. únicamente superados en belleza, por el conjunto arquitectónico denominada “Strelka”, que se encuentran en la isla Vasilievski.

La joya arquitectónica, entre tantos hermosos edificios es el Palacio de Invierno, residencia de los antiguos zares. Hoy es el local donde se aluja el Museo Ermitage (palabra que significa “lugar de Retiro”), uno de los más grandes del mundo. Muy cerca, se encuentra el Museo del Tesoro. Sin embargo, el más conmovedor de todos los monumentos “petersburgueses” (por lo menos, para mí) es la necrópolis de Piskarióskoye. Allí, como soldados en espera de la orden de un general invisible, listos para asistir como otrora al campo de batalla, se levantan silentes 470 mil lápidas que se extienden ordenadas por más de un kilómetros; la mayoría de ellas sin un nombre, pero todas con una fecha: “1941”, ó “1942”. Son los caídos durante el asedio nazi que duró novecientos días. Y delante de ellos, La Inmortalidad, simbolizada por una enorme escultura de mujer, sobre un alto pedestal, sosteniendo entre sus manos una guirnalda de flores, (o de ramas de laurel), entretejidas, con los brazos abiertos, dándoles la bienvenida.

Entre los muchos calificativos a San Petersburgo se la ha llamado “museo a cielo abierto”. Es una urbe indescriptible. Dicen que la ex primera dama norteamericana Nancy Reagan, cuando la visitó por vez primera no pudo contenerse y exclamó: “¡es la más hermosa ciudad que haya visto!”. Muchas personas están de acuerdo con aquella expresión, y al parecer, no están equivocados.

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