Territorio de espejos: lenguaje de ruptura

Territorio de espejos: lenguaje de ruptura

Literatura

Quisiera referirme a solo una parte, la que entiendo más vanguardista, del nuevo poemario de José Rafael Lantigua, titulado Territorio de espejos (2013), porque conecta con mi forma de entender y asumir la creación poética, que en este poemario está facturada en base a un código estético en el que prevalecen ex profeso acertijos y señuelos simbólicos de recuerdos vitales, juegos verbales, experiencias viajeras y pensamientos de densidad existencial, colocados sobre una montura de bien acabada factura estética y de manifiesto dominio de la técnica escritural. Esa parte del libro se titula “Espejos sincopados”; sección pensada y articulada de una forma que ha exigido a la palabra y al creador emplear a fondo sus dotes inventivas, su dominio del lenguaje y un elevado vuelo por sobre la tradición vanguardista en la poesía dominicana e hispanoamericana.

Junto a las demás partes del poemario como “Espejos cóncavos”, “Espejos viajeros”, “Espejos retrovisores”, “Espejos de altares” y “Espejo territoriado”, que componen la totalidad del nuevo libro, nos encontramos con una suerte de ámbito de reflejos íntimos y de introspección del investigador, prosista, crítico literario, gestor e historiador cultural, lector inteligente y voraz; pero, sobre todo, querido y dilecto amigo, José Rafael Lantigua, quien además de títulos de investigaciones y ensayos, cuyo éxito de lectoría ha requerido de reediciones y reimpresiones, ha publicado los poemarios Sobre un tiempo de esperanza (1982) y Los júbilos íntimos (2003).

Es con esta trilogía que el exministro de Cultura se adentra en el aquelarre de los círculos del quehacer poético de nuestro país: una empresa que representa, como él lo sabe muy bien, desafíos insondables y consecuencias imprevisibles, ante los que debe uno, en su calidad de creador, colocarse a prudente distancia y mirar pasar el circo, como miró Hegel pasar las tropas triunfantes de Napoleón Bonaparte por su Stuttgart natal, a través de la mudez de una modesta ventana, mientras se exprimía el cerebro escribiendo La fenomenología del espíritu.

“Espejos sincopados” es la parte, tal vez, más singular, más personal, en términos de registro específico de su voz expresiva y de articulación de la palabra en prosa y verso, y, por qué no sustentarlo sin remilgos, más ceñida a los lenguajes estéticos de las vanguardias que matizaron la creación poética del pasado siglo XX en nuestra lengua. De ahí que no sea caprichosa ni gratuita la evocación, desde las primeras páginas del libro, del destacado poeta y músico Manuel Rueda, inventor del Pluralismo, en 1974, y con él, más allá de su vínculo radical con la Poesía Concreta del grupo Noigandres en Brasil y los epifenómenos de la Semana de Arte Moderna de 1922 en aquel incombustible país, pionero en la inclusión del pentagrama musical y de la lectura multidireccional y polivalente de la escritura poética en la superficie de la página.

Es a propósito de ese anterior aserto que me pregunto: ¿qué significa el verbo sincopar, del que deriva el adjetivo sincopado o sincopada?¿Qué significa el sustantivo síncopa? Doña María Moliner nos cuenta que sincopar es un verbo transitivo, sinónimo de cortar o reducir, que indica la acción de hacer una síncopa con una palabra o una nota. Mientras que síncopa, palabra que proviene del griego synkopé y del latín syncópa se define como figura de dicción consistente en abreviar una palabra suprimiendo alguna letra intermedia, como Navidad por Natividad. Una derivación en el lenguaje musical refiere que síncopa es el enlace de dos sonidos iguales, de los cuales uno está en la parte débil del compás y el otro en la fuerte. De manera que, un espejo sincopado habría de ser una superficie reflectante o reflexiva, en cuyo lenguaje visual lo reflejado, en tanto que en el lenguaje musical, lo sonoro, quedan reducidos o cortados. ¿Tiene esta disquisición breve asidero alguno en los textos de Lantigua que integran la sección “Espejos sincopados”? Creo que sí. Y lo contaré rápidamente.

La poesía, si se sabe componer, como para Da Vinci la pintura, tendrá el efecto de una cosa natural vista en un gran espejo. El primer poema, que se titula “Kaos”, es una construcción lúdica que violenta la estructura sintagmática del verso convencional y hace de cada palabra una unidad semántica, una célula, una partícula que, al unirse físicamente a otras dan lugar a frases conceptuales. Puede leerse en múltiples direcciones; en forma centrífuga o centrípeta; se mueve como una suerte de principio de indeterminación. En el flanco derecho algunas frases, para luego pasar, desde los núcleos léxicos como pequeños mundos, a la frase pivote “PALABRASERLIBROSUTOPÍA”, culminando, pasando antes por un espacio en blanco que da sensación de remanso, a la palabra fundacional, cosmogónica, cosmológica, también de origen griego, “CAOS”. El texto nos remite, en su arquitectura, a las vanguardias del siglo XX, y muy particularmente, a las topografías poéticas de Apollinaire y de Octavio Paz, además de nuestro Manuel Rueda y su Poesía Plural, y con ella, la fusión de los lenguajes de la poesía y de la música, de la que es instrumento la síncopa.

Otro texto emblemático, ahora en prosa, de la inscripción de Lantigua en la tradición de la ruptura frente a la escritura poética convencional es el titulado “Plataforma de metáforas”, que, sin perder su propio acento, conecta al lector avezado con el texto Vlía (1944) del inmenso Freddy Gatón Arce, que hurga en el automatismo síquico y verbal de la escritura; o bien, la entrada en contacto con el vuelo insigne de Huidobro y su Temblor de cielo (1931). Hay hallazgos metafóricos únicos como: “Tengo un temblor aplazado. Una ceniza esparcida. Un disparo de azul sobre el cielo inmóvil”. O un fragmento de verso como: “El agua es transparente como el odio”. Para rematar el poema en prosa con palabras como: “El horizonte tiembla. Sé que tiemblo”.

Finalmente, unas breves acotaciones sobre otro texto prosado de esta sección que me parece digno de exaltar. Se titula “Leyenda de Anías y el mar”, con epígrafe, no casual, insisto, sino, más bien causal, de Manuel Rueda. En este, el mar es el “plural espejo” de Octavio Paz. Solo que en Lantigua se habla de “la mar hembruna” y “el mar hombrón”, último que lo acerca al de Leopoldo Lugones, que es un mar siempre “lleno de urgencias masculinas”. No obstante, nuestro poeta enuncia el mar como “otra cosa”: “El mar es un trueno. El mar es una encina que se ennoblece de viento. El mar es un bravo alazán colgado de un tronco de señales”. Anías, el “hijo del trópico”, primo hermano de Yelidá, la mulata icónica de Hernández Franco, queda condenado al abismo de la insularidad, a la soledad de una isla que es, al mismo tiempo, su propio mar. Un mar que no es, sino, “ceniza de agua, polvo de cetáceos, coraza de bergantines que se esfuman en sus olas profundas, junto al húmedo agujero de su noche”.

En estos poemas atrevidos y certeros, el poeta Lantigua nos presenta un intenso relato en que, a diferencia del resto del libro y de sus publicaciones poéticas anteriores, revoluciona, transgrede, explora en y desde la escritura y la palabra mismas, una dimensión del ser, de su propia existencia, de su cosmovisión, que solo la fuerza evocadora del lenguaje poético puede convertir en símbolo, en desafiante, o delirante, como diría Ramos Sucre, metáfora de la realidad.

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