EXHUMACIONES

EXHUMACIONES

“Visito el cementerio del sueño, sus tumbas abiertas y

También las largo tiempo atrás cerradas, ya seca la clausurante
Cucharada de cal, perdida incluso la memoria ritual
De las flores y las coronas.
Hay cadáveres que nada me dicen salvo de su definitiva muerte
Y el entierro total de su angustia.
Pero fantasmas hay que se asoman hambrientos
Desde sus cajas mal clavadas”.
Oreo en el salón de la memoria.
Hugo Achugar

Con dos cadáveres “hambrientos desde sus cajas mal clavadas”, me encontré en una ciudad amable que ya conocía por Benedetti y Eduardo Galeano, pequeña Río al borde de un río inmenso que no es de plata.
Con el primero tropecé al final de una calle con mesitas solo para uno y la placidez de un café con agua mineral, sentada frente a un interlocutor solitario. Era Artigas, padre de la independencia del Uruguay, heredero de las ideas de Thomas Paine y del Contrato Social de Rousseau, hijo de la oligarquía española transformado en libertador por su relación con indígenas, negros y gauchos.
Paraíso de la tercera edad, o edad donde el fuego es memoria y se habita en la tranquilidad de la carne, al final de la calle Yaguaron, en Montevideo, está el cementerio con sus increíble replicas en mármol de la división de clases.
Allí, encontré al segundo. Por sexta vez trasladaban los restos de la poeta Delmira Agustini, esta vez al Panteón de los Héroes Nacionales. Se elevó al rango de “héroe” a una mujer uruguaya, cuyo erotismo sacudió la somnolencia de un país donde todo estaba en orden. Reino de los buenos modales (del aburrimiento, decía Galeano), y de una lenta gentileza que es bálsamo para los que llegamos del Caribe, apresurados siempre, en nuestro recorrido circular por la desesperanza.
En Montevideo, ciudad-país, nació una niña inquieta que “a los dos años deletreaba, a los cinco ya sabía leer, y a los siete ya escribía versos que no enseñaba porque creía que todo el mundo los hacía”. Nina que asombraba a sus padres con su talento para la música, pintura y los idiomas, sería más tarde una “niña precoz de la poesía” y objeto de la incredulidad de intelectuales y críticos.
Carlos Vaz Ferreira, académico humanista y reconocido autor de los libros “Lógica Viva”, “Los problemas de la libertad” y “Sobre Feminismo”, entre otros; agnóstico típico de la sociedad culta uruguaya del 900 y crítico de las instituciones religiosas, pero no del sentimiento religioso en sí, al cual consideraba como una “actitud abierta y expectante del espíritu frente a lo desconocido trascendente”, decía: “Si hubiera de apreciar con criterio relativo, teniendo en cuenta su edad, diría que su libro es sencillamente un milagro. Usted no debiera ser capaz, no precisamente de escribir, sino de entender su libro”.
Unamuno, conocido por su reciedumbre en la crítica y su resistencia a admitir el genio en poetas de estos lares, particularmente Rubén Darío (a quien le negaba la paternidad de la transformación de la lengua española, porque era imposible que “un zambo nicaragüense poseyera esa clase de genio”, algo que sostuvo hasta la muerte de Rubén Darío, cuando su mala conciencia cedió al remordimiento y escribió una carta disculpándose, demasiado tarde, como todos los arrepentimientos literarios), no se equivocó con Delmira cuando dijo que: “Cantos de la Mañana tiene la erguidura del ser, y la latitud del pensamiento. Hay poemas que merecen incluirse en la más rigurosa antología de la lengua castellana”.
Ya RubénDarío había afirmado en “Pórtico”, crítica literaria a la poesía de Delmira, incluida como prólogo en el último libro de la poeta: “De todas cuantas mujeres hoy escriben en verso, ninguna ha impresionado mi ánimo como Delmira Agustini, por su alma sin velos y su corazón de flor. A veces rosa por lo sonrosado, a veces lirio por lo blanco. Y es la primera vez que en lengua castellana aparece un alma femenina en el orgullo de la verdad de su inocencia y de su amor, a no ser Santa Teresa, en su exaltación divina. Si esta niña bella continúa en la lírica revelación de su espíritu, como hasta ahora, va a asombrar nuestro mundo de habla española. Cambiando la frase de Shakespeare podría decirse “That is a woman”.
Nina romántica, en busca del amor imposible, no pudo llegar a ser “the woman” que vislumbró Darío porque asustada por “la vulgaridad del matrimonio” fue la primera uruguaya en divorciarse y quizás también primera en replantearse el matrimonio como una relación de encuentros pasionales, a expensas de lo cotidiano, esa fórmula donde lo erótico se va reduciendo a apenas una camaradería y con suerte, en una amistad erótica.
En julio de 1914, a los 28 años, Delmira fue asesinada por su esposo, de un balazo en el corazón. Un criador de caballos acostumbrado a ver en su mujer, a lo mejor de sus animales de raza.
Moría en la flor de la plenitud poética aquella que no quiso esclavizarse ni siquiera a la métrica:
“El pensamiento ha de ser libre de escalar las cumbres.
Entero como un Dios, la crin revuelta, la frente al sol, al viento.
¿Acaso importa que adorne el ala lo que oprime el vuelo?”.
Dejaba como legado a la posteridad su último libro: “Los Cálices Vacíos”, principio de la segunda etapa poética de Delmira, con mayor profundidad y madurez ideológica y una gran maestría en la forma y la estructura de la composición. Poemas vacíos de otra realidad, de otra poesía, de otro espacio para la mujer, de otro concepto de la relación de pareja, de otro país posible.
LA RUPTURA
“Erase una cadena fuerte como un destino
Sacra como una vida, sensible como un alma;
La corte como un lirio y sigo mi camino
Con la frialdad magnífica de la Muerte”.
…con calma.
Un 18 de septiembre trasladaron sus restos al Panteón Nacional de los Héroes, con una guardia de honor de treinta soldados y la presencia del ministro de Educación y el Ministerio de Defensa.
Una poetisa leyó la evocación de la poeta.
Delmira, dijo, fue “una poeta que no le declaró guerra a la carne, pero que llega al Panteón Nacional porque logró trascenderla, a costa de una esterilidad temporal que pudo engendrar la fecundidad eterna, engendrar el cuerpo de la Patria, para que esta la reciba, con el alma fulgida y LA CARNE SOMBRIA”…
Trasladada de golpe al 1914, el cuerpo un solo escalofrío, vi salir de esa boca profana, de esa boca ajena que nada entendía sobre la mujer a quien exaltaba, estos versos de Delmira Agustini:
“Yo muero extrañamente.
No me mata la vida,
No me mata la muerte
No me mata el amor.
Muero de un pensamiento,
Mudo como una herida
¿No habéis sentido nunca el extraño dolor
De un pensamiento inmenso que se arraiga
En la vida
Devorando alma y carne
Y no alcanza a dar flor?”.

Muerta yo de un frío doble, pensaba en Alfonsina, Gabriela Mistral, Juana de Ibarborou, del mismo grupo generacional de Agustini. De esos sures amados, tan distantes de este calor, de esta ruidosa vitalidad, de este agobiante verdor, de este sol que nunca tuvo infancia, de estos pensamientos que intentan, ¡Oh Delmira!, ser flor.

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