Frida Kahlo y Diego Rivera, el arte en fusión

Frida Kahlo y Diego Rivera, el arte en fusión

Hace frío, la lluvia amenaza, pero poco importa… A dos pasos de la Plaza de la Concordia, en el Jardín de las Tullerías, una inmensa fila aguarda pacientemente para entrar al “Musée de l’Orangerie”, mientras un letrero señala: “Aquí tiene que esperar aproximadamente dos horas”.

Para los entusiasmados parisinos vale más que la pena esa revelación, que es, en Francia, una primicia: por primera vez, una exposición presenta, juntos y solos, a Frida Kahlo y Diego Rivera. No solamente son pintores cimeros del arte mexicano, latinoamericano y universal, sino aquella pareja mítica con una obra excepcional, una fuerza compartida, una pasión por la vida, la cual en fin ha culminado en leyenda y devoción. Y este enfoque se subraya desde el mismo título: “Frida Kahlo / Diego Rivera, El arte en fusión”.

Exhibiéndose un centenar de obras, cedidas temporalmente por el Museo Dolores Olmedo –a través del hijo de quien fue la mayor coleccionista de ambos pintores– figuran la totalidad de sus 26 cuadros de Frida Kahlo y una pequeña parte de sus Diego Rivera. Y, por su significado existencial, con un raro potencial de fascinación, decenas de fotografías recuerdan la belleza de una mujer insólita y las relaciones de dos seres, unidos por el amor y la urgencia mutua, el talento y la ideología. Increíble parece que, medio siglo después de la muerte de Frida, se hayan descubierto en su morada de la Casa Azul, 6,000 fotografías, un tesoro testimonial.

La exposición. Junto a la calidad de pinturas extraordinarias, y sin separarlos nunca, la exposición refiere constantemente la historia de un dúo y diálogo sin par en el arte, a sus tumultos y desgarramientos, a la imposibilidad de vivir el uno sin el otro. La destacada museografía de Hubert Le Gall, con su despliegue –perfectamente organizado– de fotografías, pondera esa relación real-maravillosa, y ciertamente acentúa la preponderancia de Frida Khalo.

Heroína indiscutible, su pintura ha permanecido en su esplendor, lo ha ido exaltando aun, la hace también contemporánea, mientras la producción de Diego Rivera, con un sello epocal, no sobrepasa la modernidad.

“Me pinto porque yo estoy sola. Soy el sujeto que mejor conozco”, decía Frida Kahlo. El autorretrato, la cotidianidad del dolor, la obsesión de la herida y la muerte, nutren su obra prácticamente desde los inicios, y probablemente la genialidad inspiradora no deja de deberse al sufrimiento por la enfermedad y el terrible accidente que necesariamente se mutaron en pasión devoradora de la vida ante una inexorable fatalidad. La muestra pone de manifiesto esa iconografía –casi en sentido sacro–, ese espejo pictórico que reflejaba por cierto el espejo que Frida, acostada en su lecho de dolor, ponía delante de sí para mirar su rostro e interpretarlo incansablemente. Pero ningún cuadro se repite pese a la permanencia del tema y el modelo. Los “piqueticos” que le infligía el infiel Diego, la pérdida inconsolable de los embarazos, el cariño de las mascotas, la intensidad escrutadora –interior y exterior- de los ojos– y mucho más, así la frecuencia de la cama, contribuyeron a la expresión única de estas obras maestras. Y cuando tenemos por delante una pintura tan minuciosa, a la vez (sico)analítica y emotiva, sobrecoge el refinamiento implacable del detalle, de la pincelada, de la paleta, tanto en el sujeto principal como en la atmósfera circundante. ¡Frida, nombre de origen alemán como su padre, significa amistad, paz, valores que ella buscó, encontró, a veces rechazó en su complejidad!

La mexicanidad. Frida Kahlo y Diego Rivera privilegiaron como valor e ideal supremo de sus vidas y sus obras pictóricas, la mexicanidad, que pusieron en alto siempre, dueños de una de las culturas más ricas y auténticas en el mundo, purificada de occidentalismo y alimentada por sus raíces indígenas. Observamos cómo, en ambos artistas, vibran la tierra mexicana, su gente, sus tradiciones. Los murales de Diego Rivera son clamor y homenaje a su pueblo. Frida Kahlo llevó la identidad e idiosincrasia hasta sus trajes y sus hermosísimos peinados que la hicieron inconfundible, también a sus colecciones de objetos populares y exvotos. Y ella, aun más que Diego, se resistió a las estadías en el extranjero, y a la pretensión de los intelectuales foráneos, como André Bretón. Cuando la declararon adepta del surrealismo, se insurgió, pues su mundo de fantasmagorías y sueños, era totalmente propio y/o patrimonial.

Ahora bien, si el espectador está estimulado en su fijación sobre la personalidad y la pintura de Frida, como lo señalamos, ese énfasis no descuida la importancia de Diego Rivera, su formación y (primera) obra cubista, su credo político, su dominio de la historia, sus conocimientos y humanismo amplísimos, reflejados en la virtuosidad de sus frescos –hay reproducciones notables de varios murales–. Paralelamente, se muestra la obra de caballete –nunca descuidada–, con retratos admirables y “estampas” vigorosas de marchantas e indios mexicanos. Y, no dejamos de sentir la influencia, artística aun, de Frida Kahlo en varios cuadros de Diego Rivera, aquel diálogo incontenible que estábamos mencionando…

En pocas palabras, he aquí una exposición que permanecerá en la memoria nuestra y del arte, no solo por las obras seleccionadas, sino por su concepción de testimonio y resurrección… sin olvidar el fabuloso Taller Frida Kahlo para niños que se presenta en el Centro Pompidou.

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