WASHINGTON. Dos frases. Fue lo único que expresó el Fondo Monetario Internacional tras la victoria el domingo del partido de izquierda radical Syriza en Grecia, que había recibido del organismo el préstamo más importante de su historia. No obstante lo escueto de su comunicado el lunes, el FMI reafirmó lo esencial: su compromiso a «seguir» adelante con la relación – tormentosa – con el país desde hace cinco años.
El cuento empieza con mal augurio en 2010, cuando el mundo entero mira angustiado cómo Grecia se adentra en la crisis. La misión parece hecha a medida para el FMI, que hace las veces de guardacostas para países a punto de naufragar: le presta fondos para ponerlos nuevamente a flote y exige en contrapartida una revisión drástica de sus cuentas, que han de sanar.
Curiosamente, los mayores oponentes al desembarco del FMI no se hallan en ese momento en Atenas, sino en Bruselas. Jean-Claude Juncker, entonces presidente del Eurogrupo, estima que no sería «prudente», mientras que el presidente del Banco Central Europeo en ese momento, Jean-Claude Trichet, rechaza esta solución, que considera «mala». Pero la gravedad de la crisis en el país acalla estos recelos.
En mayo de 2010, la Troika que integran el FMI, la Unión Europea y el BCE firman un plan de rescate para Atenas de 110.000 millones de euros.