Habermas vs. Ratzinger

Habermas vs. Ratzinger

EDUARDO JORGE PRATS
El 19 de enero de 2004 tuvo lugar en la Academia Católica de Baviera en la ciudad de Munich un debate entre dos gigantes del pensamiento contemporáneo, uno filósofo heredero de la Escuela de Frankfort y el otro teólogo, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Jurgen Habermas y el entonces cardenal Joseph Ratzinger y actual Papa Benedicto XVI dialogaron en esa ocasión sobre «las bases morales prepolíticas del Estado liberal». El contenido de ese debate de alto vuelo pero de concretísimas repercusiones en el plano práctico bien vale ser abordado a un año de su celebración.

El debate parte de la comprobación de que, tal como afirma Anthony Giddens, el riesgo, tanto en su expresión tradicional de las catástrofes naturales como en su manifestación contemporánea de los nuevos peligros nucleares, genéticos, químicos y ecológicos, es la característica fundamental de la sociedad de los nuevos tiempos. En otras palabras, los discursos de Habermas y Ratzinger parten del supuesto de que la sociedad está en crisis.

¿Cómo enfrentar esta crisis? Ratzinger entiende que la única manera de responder a los desajustes provocados por los humanos es someter el poder al control de la ley, entendida ésta no como la ley del más fuerte ni tampoco como la simple mayoría mecánica. En este sentido, el teólogo señala que la decisión mayoritaria no resuelve «la cuestión de los fundamentos éticos del Derecho, la cuestión de si existen cosas que nunca pueden ser justas, es decir, cosas que son siempre por sí mismas injustas o, inversamente, cosas que por su naturaleza siempre sean irrevocablemente justas y que, por lo tanto, estén por encima de cualquier decisión mayoritaria y deban ser siempre respetadas siempre por ésta».

Habermas considera que «la constitución del Estado liberal puede cubrir su necesidad de legitimación en términos autosuficientes, es decir, administrando, en lo que a argumentación se refiere, recursos cognitivos que son independientes de las tradiciones religiosas y metafísicas». Para Habermas, quien sigue en esto a Niklas Luhmann, el ordenamiento jurídico es autorreferencial, o sea, no requiere de fundamentaciones éticas o religiosas pues posee «una fundamentación autónoma de los principios constitucionales que, tal como ella misma pretenden, sería racionalmente aceptable para todos los ciudadanos».

¿Es posible declarar legalmente la injusticia de una norma o de un acto de los poderes públicos a partir únicamente de la razón o de los principios constitucionales como pretende Habermas o se requiere acudir a fundamentos extralegales, de carácter moral o ético? La práctica de los tribunales constitucionales nos demuestra que hoy el razonamiento constitucional está teñido de consideraciones morales y éticas y que la jurisdicción constitucional es, en el fondo, «administración judicial del Derecho natural». El Artículo 8.5 de nuestra Constitución que exige que la ley sea justa es el fundamento textual de esta práctica.

Comparto la posición de Ratzinger de que la ciencia, por sí sola, no puede generar una ética. Creo, junto con Habermas, sin embargo, que ciencia, religión y Derecho pueden tomarse en serio en los espacios públicos de la deliberación política y de la justicia constitucional y aprender una de la otra. En este sentido, pienso, contrario a Ratzinger, que la idea de una «ética global» no es «una mera abstracción» y es el terreno donde precisamente puede lograrse lo que el teólogo propone: que la razón sea conciente de sus límites al abrevar en las tradiciones de las grandes religiones. Hace falta, sin embargo, que la ciencia reconozca sus límites con la misma humildad y valentía como la Iglesia aceptó la teoría de la evolución, pidió perdón por sus incomprensiones, y condenó la guerra en Irak y al capitalismo salvaje.

En su consideración de la dignidad humana como principio estructural del Estado y de la articulación del Derecho alrededor de la noción de derechos fundamentales, los ordenamientos jurídicos no son ajenos a la religión como «imagen del mundo» y a una imagen constitucional del ser humano nutrida por las tradiciones religiosas. El propio debate entre Habermas y Ratzinger es evidencia de que es posible establecer una relación correlativa entre razón y fe, más allá de los fundamentalismos y de las infalibles teologías políticas, donde ambas se depuren y rediman recíprocamente.

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