¿HAY OBRAS CLÁSICAS? El significado de una obra literaria se desarrolla a través de una recepción voluntaria y consciente de lectura. La obra trasciende la temporalidad o el tiempo presente, restituyendo indefinidamente un nuevo significante. Sobre todo, frente a las obras clásicas, el lector experimenta un sentimiento de seguridad y trascendencia, producto del prestigio que rodea a estas obras, lo cual le dice que no sólo no está perdiendo el tiempo, sino que además, se halla en lo central y significativo de la historia literaria. Aun la reverencia llega a ser tal que le parece innecesario practicar la lectura. ¿No se la supone de antemano? No debe decirse que uno está leyendo los clásicos, decía irónicamente Borges.

¿HAY OBRAS CLÁSICAS?   El significado de una obra literaria se desarrolla a través de una recepción voluntaria y consciente de lectura. La obra trasciende la temporalidad o el tiempo presente, restituyendo indefinidamente un nuevo significante. Sobre todo, frente a las obras clásicas, el lector experimenta un sentimiento de seguridad y trascendencia, producto del prestigio que rodea a estas obras, lo cual le dice que no sólo no está perdiendo el tiempo, sino que además, se halla en lo central y significativo de la historia literaria. Aun la reverencia llega a ser tal que le parece innecesario practicar la lectura. ¿No se la supone de antemano? No debe decirse que uno está leyendo los clásicos, decía irónicamente Borges.

Guillermo Sucre refiere la especial inclinación por esas obras, reconocidas como “representativas y totales”. Es decir, obras que de un modo ejemplar expresan una sociedad, una época, un país, una cultura. Así, esas obras se convierten en arquetipos o valores absolutos que toda obra nueva debe alcanzar, reduciendo de este modo la existencia del arte a un «deber ser» (¿no es lo contrario de la aventura y del continuo hacerse en que vive, aún después de ser creada, toda obra?).
Asimismo, determinadas historias literarias, antologías o parnasos, se elaboran estableciendo comparaciones y pautas apelativas a la autoridad o a la trayectoria intelectual del antólogo. En República Dominicana, esos antólogos son casi siempre «vacas sagradas» que dictaminan, excluyen, premian y simbólicamente castran escritores. Ellos son los únicos jurados de los concursos nacionales a pesar de no tener, muchas veces, el mínimo aval o historial bibliográfico, y en el peor de los casos, sin el ejercicio vertiginoso de una auténtica obra. Su subjetividad goza del beneficio de quien ha creado por encima de una obra, el mito congelante de un apelativo o «nombre». De ahí que esos «poetas o críticos» sean irrefutables y objetivos; ellos tienen las claves, o toda la clave pasa por ellos. Sin embargo, a pesar de esas y otras supersticiones, ¿qué es lo que, en verdad, determina una obra efectivamente cualitativa o un arte clásico «representativo»? A un tiempo “simbólicas y totales”: por lo general, así se define el valor de representatividad y permanencia de las obras literarias.
Sin embargo, la validez de éstas no excluye que muchas veces se le asigne al «símbo1o» un carácter de mensaje filosófico o humanístico; o que a la «totalidad» se la confunda con un vago sentido sociológico, según el campo social o histórico que la obra abarque. El equívoco es todavía mayor cuando se parte de esas nociones como si fueran sustancias eternas e inmodificables, que nos vienen dadas, por supuesto, desde el pasado. La totalidad no es ni la suma de todo ni la reducción de todo a una coherencia…más bien exterior, conceptual. Ya no es posible, según Guillermo Sucre, totalizar sino a partir de la fragmentación y la exclusión de la obra misma.
Por otra parte, el arte actual no aspira tanto a encarnar valores ya dados como a «desencarnados»; es un arte crítico e, igualmente, marginal y excéntrico. Sería inútil, pues, fijar el concepto de lo clásico. Este adjetivo descendiente del latín “classis”, flota, ha tomado luego un sentido jerárquico, clasificatorio y estrictamente ordenativo y simbólico. Clásico es aquel «libro que una nación o un grupo de naciones o el largo tiempo han decidido leer como si en sus páginas todo fuera deliberado, fatal, profundo como el cosmos y capaz de interpretaciones sin término», ha dicho Borges.
Por supuesto, estas decisiones varían. Para Borges, la gloria o permanencia de un poeta depende, en gran medida, de la excitación o de la apatía de las
generaciones de hombres anónimos que la ponen a prueba, en la soledad de sus bibliotecas. Las emociones que el arte suscita son quizá eternas, «pero los medios deben constantemente variar, siquiera de un modo levísimo, para no perder su virtud. Se gastan a medida que los reconoce el lector. De ahí el peligro de afirmar que existen obras clásicas y que lo serán para siempre».
Para poder leer los clásicos hay que situarse históricamente y determinar la dinámica temporal y específica de lectura. Hay que emular a Italo Calvino y reescribirlo una vez más, para que no se crea que los clásicos se han de leer porque sirven para algo. A la única razón a la que puede apelarse es que leer los clásicos es mejor que no leer los clásicos. O inventarse su propia biblioteca precursora de sentidos. Así tendremos oportunidad de crear una tradición y una ruptura a través de la contraefectuación y resonancias esenciales de una nueva estética.
La cultura es la que gusta de obras clásicas y quizá las inventa. Una obra clásica es una especie de concepto, que junta y resume la realidad de muchas obras que valora, revoluciona o reemplaza. Es ante la cultura ante quien ciertos libros se alzan por encima de los otros para convertirse, a esa altura, en el rasgo visible de un conjunto. Y, sin embargo, al mismo tiempo, la cultura tiende a destruir la noción de obra. Lo que le interesa es lo que no pertenece propiamente a ésta. Ello es así porque van a la par las dos tendencias.

Quien quiere obras clásicas no supo nunca lo que estaba en juego en la idea de obra, su secreta diferencia, lo que la constituye como siempre desapercibida, no producida, no puesta en obra. Lo extraño de su obrar.

Tal vez puede decirse, de un modo más claro, que las obras clásicas,–dentro del secreto que las constituyen–, permanecen distinta a la cultura. Hacer obra poética no es hacer obra de cultura, y el escritor no escribe para enriquecer los tesoros culturales. Sin embargo, la cultura puede reivindicar los hechos literarios, los absorbe introduciéndolos en el universo siempre unificado que la caracteriza, allí donde las obras existen como valores espirituales, transmisibles, duraderas, comparables y en relación con los demás productos de la cultura. Entonces la obra parece haber encontrado su certeza y su consistencia; los libros se agregan a los libros para constituir esa bella Alejandría que no podría alcanzar ningún fuego, esa Babel siempre acabada y siempre inacabada que es el mundo de la literatura y la literatura del mundo, como deseo utópico de escribir. Reconozcamos que el inmenso trabajo de cultura que hace de la literatura un todo y el elemento de un todo mayor, constantemente nos depara una coartada. Ese consuelo de la cultura permite a todo escritor y a todo artista, en la corriente de la vida, sentirse aún útiles entre los valores que mantienen y cuestionan a la vez.

Concluyamos entonces que la literatura no sólo es una manifestación de la cultura, que no retiene más que sus resultados y, para empezar, aquellos que responden al estado del mundo establecido. Otros dirían que la literatura es la parte más alienada. Pero quizá hubiéramos podido evitar ese largo desvío haciendo notar simplemente que lo propio de la obra es ser creadora, mientras que lo propio de la cultura es acoger lo creado. Su trabajo es el de construir en una especie de nueva realidad natural, las iniciativas y los comienzos que deparan las artes y que tienden a modificar el establishment o realidad aparencial y fenoménica.

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