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La vida del jockey Fred Archer estaba limitada a extenuantes ejercicios, baños de vapor y medicinas, incluso recurría a pócimas de curanderos.
Todos esos ingredientes fueron minando poco a poco su cuerpo y su espíritu. Para conducir a los pura sangre, Archer tenía que observar regímenes intensos y sujetarse a una serie de penitencias que no podía soportar por largo tiempo. Para decirlo pronto, libraba una batalla perdida de antemano.
Como apenas si probaba alimentos, para mediados de 1886 Fred estaba pálido, débil y decaído. Tenía que someterse a perder peso punto menos que suicidas. Las suyas eran epopeyas de ayuno, extremos desesperados. Pero ni su cuerpo daba un gramo menos, ni su alma aguantaba un sacrificio más. “Es un esqueleto viviente”, decía alarmado su valet. Está tan delgado, que parece que los huesos se les van a caer uno a uno. Pero Fred sacaba fuerzas de algún lugar secreto de su alma y seguía adelante. Sentía como nadie la presión tremenda de un público apasionado y exigente. Era el mejor y por ningún motivo deseaba dejar ese puesto. Luismarquez30@claro.net.do.