Hipolitismo, hipolitadas, hipolitocracia

Hipolitismo, hipolitadas, hipolitocracia

POR MIGUEL D. MENA
La hipolitología es el arte de comprender al político perredeísta Hipólito Mejía, ex Secretario de Agricultura y Presidente de la República Dominicana (200-2004), ingeniero agrónomo, próspero empresario, ícono de la zona de Gurabo, en la provincia Santiago de los Caballeros.

El hipolitismo es sinónimo de franqueza, ocurrencia, intempestividad, humor, sarcasmo.

Se produjo en momentos de múltiples fracturas y pérdidas en la sociedad dominicana: muerte del líder natural de su partido, el Revolucionario Dominicano, José Fco. Peña Gómez, y la lenta desaparición de Juan Bosch y Joaquín Balaguer, los políticos contrarios.

Frente a un continente discursivo extremado por los decires de Bosch y Balaguer –o muy simple o muy retórico-, Hipólito coló el sabor a pueblo y campo, el manejo ingenioso de la frase, lo no siempre políticamente correcto, las desavenencias con un sentido común de expresarse políticamente, entre un Juan Antonio Alix y un Concho Primo.

El hipolitismo logró impactar de manera rasante, romper con tradiciones de una oralidad repujada en lo mejor del histrionismo hispánico, implantar un estilo personal, al principio no necesariamente caudillesco pero sí evidentemente arlequínico.

El entonces político y luego Presidente Mejía desacralizó el castellano dominicano, o, dicho en términos weberianos, lo rutinizó. Convirtió en moneda de cambio las expresiones sacadas de siglos de empiria y rudeza en la vida cotidiana, elevando lo pragmático a categoría esencial. Sin conocer los aportes de John Locke ni de Inmanuel Kant, el presidente Mejía impuso la razón instrumental sobre cualquier otro tipo de razón.

El medio más expedito del Presidente Mejía fueron las hipolitadas, esto es, las fórmulas que a manera de recetario fueron conformando la historia de su cuatrienio gubernativo.

Que si hay problemas de huevos, no se preocupen, que si él fuera una gallina los pondría más caro.

Que si hay problemas con el suministro de plátanos, que coman ñame o cualquier otra cosa.

Las hipolitadas fueron desarrollando un humor macabro en la sociedad política dominicana.

Temas tan prioritarios como la alimentación, la educación y el manejo de los derechos ciudadanos, fueron considerados como alguien maneja su ventorrillo en algún lugar de la frontera.

Las hipolitadas produjeron a su vez una serie de prácticas ejecutivas, fuera de todo sentido común, pero en su momento, asumidas con toda la seriedad de la Razón de Estado.

Que si algún locutor hacía concursar al mismo Señor Presidente y al Diablo en una encuesta, que si alguien le decía en su cara al mismo Señor Presidente que no había agua en su región, cualquier era pasto de un apresamiento, el envío de un helicóptero para ejecturar la acción, para luego confundir términos como seriedad, dignidad y honor presidencial. Al privilegiar temas como el «honor» se llegó a pensar si estaríamos de vuelva a las sociedad patrimoniales del Medioevo.

Las hipolitadas alcanzaron su mayor altura con la reforma al capítulo de la reelección presidencial en nuestra Constitución. La historia es conocida: el cazador fue cazado. Con un Hipólito Mejía invalidado, las hipolitadas luego fueron parte de alguna planta tercera de un Museo del Absurdo que se estará construyendo entre Gurabo y la Vía Láctea. Pero cuidado: no porque esté en la tercera está menos lejos de la tierra… Las hipolitadas son parte ya del modus operandi de la política nacional.

La gran herencia de Mejía fue la del hipolitismo, que como ya fue definido, es un arte de la comunicación directa, cruda, una consideración avasallante del otro.

El hipolitismo atraviesa la sociedad dominicana actual. Hipolitistas hay en todos los partidos políticos, denominaciones religiosas, asociaciones deportivas, carros bajando por la Gómez, canchas deportivas en Los Mina, y ante todo, en los grandes medios de comunicación.

La ración de malas palabras que hay que escuchar diariamente en la radio, el tono siempre acalorado de tales discusiones, el resolverlo todo con la fórmula de que el dominicano es así y que sólo entiende y se entiende así, y que no mama el que no grita, nos conduce a una visión donde estaremos más cerca del mundo animal que del humano.

En el marco de las hipolitadas se legitimó esta manera de comunicarse con expresiones simples y llanas, pero muchas veces estructuradas en el marco de una violencia verbal donde lo importante no es convencer sino vencer, donde no hay diálogo porque para haberlo debería haber un reconocimiento mutuo de los participantes.

Cientistas sociales, filólogos, expertos del marketing, comentaristas políticos, aplaudieron semejante manera de llevar a un primer plano la simpleza, frente al barroquismo verbal de un Balaguer o al porte pedagógico-rural de un Bosch. El desarrollo que vino después, sin embargo, fue como el de las serpientes en la cabeza de Minerva. Hipólito Mejía fue víctima de sí mismo. Al final, no se sabía si el estilo campechano se debía a la cercanía del amigo o al control del capataz.

Más allá de las hipolitadas y del hipolitismo, deberíamos comprender que la política no es sólo el arte de la comunicación sino la calidad de los contenidos, la búsqueda de soluciones a los problemas nacionales y la apuesta por el decir democrático.

El hipolitismo se ha anclado en nuestra clase política. Desanclarlo será parte de nuestro reto: el volver al diálogo sin verdades preestablecidas y con la conciencia de que en este barco que es la República Dominicana, nadie tiene el monopolio de la verdad y que al final habrán tantos caminos como ciudadanos conforman esta nuestra media isla.

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