Hostos y Salomé Ureña estremecidos en sus tumbas

Hostos y Salomé Ureña estremecidos en sus tumbas

El debate actual sobre la educación en la República Dominicana es sorprendentemente similar al que se escenificó en este país en el siglo XIX. Como si el tiempo se hubiera detenido y en el terreno de las ideas esta sociedad se quedara rezagada en esa centuria.
Los desencuentros que se produjeron a partir de 1880 con motivo de la fundación de la Escuela Normal se reproducen hoy con el mismo grado de animosidad y manipulación por parte de los sectores ultraconservadores. De un lado, los hostosianos y los principales intelectuales de la época, nombres reverenciados hoy por toda la sociedad (Eugenio María de Hostos, Salomé Ureña, Federico Henríquez y Carvajal, Francisco Henríquez y Carvajal…), que defendieron una educación laica e inclusiva de las mujeres. Del otro, los sectores conservadores y eclesiásticos, que blandían la religión y querían relegar a las mujeres al aprendizaje de las labores domésticas, cuando mucho. Estos últimos coincidían con Ulises Heraux, que temía que la reforma educativa socavara su poder totalitario, pues el método racional fomentaba la libertad y el ejercicio del criterio.
A la intelligentsia dominicana le llovieron los ataques y las calumnias. Esos ataques minaron la salud de Salomé Ureña, que fundó el Instituto de Señoritas en 1881 para permitir a las mujeres el acceso a la educación, y provocaron la salida del país en 1888 de una figura de la talla continental de Hostos. Ambos tuvieron que oír, entre otras cosas, que sus clases eran “cátedras de pestilencia” (esta perla apareció en el Boletín Eclesiástico, voz del arzobispado de Santo Domingo, como recoge Santiago Castro Ventura en su excelente libro sobre Salomé Ureña) y sus enseñanzas fueron tachadas de ateas e inmorales. Qué paradoja que esa andanada de difamaciones e insultos la recibiera una mujer como Salomé, modelo de ciudadanía y moralidad, y católica por demás, que iluminó con su ejemplo y sus enseñanzas a sus hijos, que llegaron a ser tres eminencias respetadas en todo el mundo hispano, una muestra viva de la bondad y la eficacia de los métodos didácticos que con tanta saña combatieron los eclesiásticos.
140 años después estamos inmersos en la misma polémica. Asistimos a una lucha similar entre raciocinio y fundamentalismo, entre ciencia y superstición, entre inclusión y exclusión. Aquellos que quisieron excluir a la mujer de la educación en el siglo XIX son los mismos que hoy condenan la educación igualitaria con perspectiva de género, la única que puede evitar la sangría de feminicidios y la violencia machista que se cobra tantas víctimas todos los años. Ayer patrocinaron una educación religiosa y memorística y abominaron de la ciencia. Hoy quieren obligar a leer la Biblia en las escuelas públicas, saltando por encima de la Constitución, alineándonos con los países más atrasados del mundo desconociendo la libertad de culto y de creencias.
Hoy como ayer manipulan, y donde la orden departamental del Ministerio de Educación habla de política de género ellos ven todo tipo de perversiones y maquinaciones que solo están en sucabeza. Se busca la paja en el ojo ajeno, obviando la viga en el propio. Una viga muy grande en el caso de la Iglesia católica, sobrepasada por tantas denuncias de abusos sexuales probados contra la infancia, que han ocultado mientras han podido.
Ojalá las autoridades se mantengan firmes y sigan el ejemplo del patriota Gregorio Luperón, que auspició la reforma educativa a finales del siglo XIX, y no el del tirano Heureaux, que hizo cuanto pudo para neutralizarla. En cuestiones de mínimos, no se puede retroceder ni un paso.

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